Tengo un hermano que no es mi hermano. Me cuida, me escucha, intenta comprenderme... y sigue creyendo en mí en días como este, en el que la vida me esconde la necesidad que tengo de escribir columnas como esta para escaparme del mundo y poder conciliar mis sueños. Mi hermano, que es mucho más que mi hermano, cree que debería escribir, por ejemplo, sobre bacinillas, convencido de que la verdad se esconde en las cosas sencillas. Y puede que tenga razón. A principios de la década de los 40 aseguraban en EEUU que un tal Alphonce Herpin no había dormido nunca. Atraídos por la historia los médicos se desplazaron hasta la pobre ciudad de Trenton y encontraron a Alphonce completamente solo, viviendo en una chabola que había construido con cartones y en la que no había camas. El les contó una historia increíble: tan sólo le bastaba sentarse un rato en una mecedora para descansar. Los médicos se turnaron durante muchas noches y comprobaron que no mentía, pero no consiguieron descubrir qué era lo que le quitaba el sueño. La historia del hombre que no podía dormir recorrió medio mundo y congregó cada día junto a su puerta a cientos de curiosos que llegaban desde lejos, lo que permitió un importante respiro económico al municipio de Trenton. Se abrieron fondas, albergues, tabernas, tiendas de souvenirs... Todo el mundo obtuvo beneficios, hasta Alphonce, que dejó de estar solo. Un día de 1947, a la edad de 94 años, Alphonce murió. Cerró los ojos y se durmió para siempre, quizá porque ya había desaparecido el motivo que le quitaba el sueño. Y en cuanto a las bacinillas, éstas también tienen mucho que ver con dormir bien, porque lo importante para poder conciliar el sueño (y los sueños) cada noche es no mear fuera del tiesto.