Franco y José Antonio colgaban de las paredes del cuartucho del portero. Era un portero de casa bien. Junto a la portería, en el primer sótano, tenía un cuarto de servicio a modo de trastero. Era un portero de los de antes, de los mimetizados con su entorno, banderas al viento. Las casas bien de Cartagena, las que miran al puerto, son la quintaesencia de la patria desde Asdrúbal hasta hoy. Banderas nacionales al viento de la mar en calma.

Esta historia que ahora les cuento la tengo por cierta. Hace años que me la contaron y, tal y como la recuerdo, se la cuento. De ella recibí noticia por un buen amigo mío, doctor cartagenero, como cartagenero y doctor fue también su padre.

La noche del 28 al 29 de marzo de 1939 zarpaba de Cartagena un viejo petrolero, el Campilo. En la ciudad ya ondeaban las banderas rojigualdas,… pero desde los muelles, desde las baterías, y aún desde el arsenal, puños en alto les despedían. Los franquistas aún no habían entrado. Era 29 de marzo. Faltaban horas para que en Burgos se firmara el parte de la Victoria, el que proclamaba que las tropas nacionales habían alcanzado sus últimos objetivos militares. Ese 29 de marzo, en la popa del Campilo, entre soldados tan derrotados como mugrientos, una bandera de España se alejaba rumbo a Orán.

Casi cuarenta años después, alguien se puso en contacto con el padre de mi amigo. Se trataba de un ya viejo exiliado republicano, miliciano durante la guerra. Esa primera llamada, un tanto misteriosa, llegó desde Inglaterra. Hablaba de una bandera tricolor; roja, gualda y morada. De una bandera que había hecho la guerra y, entre otras batallas, había combatido en la del Ebro. El doctor, entonces hombre muy conocido por sus firmes convicciones republicanas, se mostró sorprendido. Más sorprendido aún cuando el compatriota, y correligionario, le habló de su delicado estado de salud.

Casi otros cuarenta años después de esto, se vendió la casa del doctor, fallecido tiempo atrás. Llevaba años cerrada, mirando sola al mar, el mismo mar al que se hizo el Campilo. La bahía de Cartagena, la misma en que se hundió el Castillo de Olite. Cartagena, ese puerto ante el que, en palabras de Cervantes, «se postran cuantos puertos el mar baña, descubre el sol y ha navegado el hombre». Mi amigo quiso, antes de entregar la vivienda, recoger cuanto de valor quedara en ella. Y pensó en la bandera.

Unos meses después de aquella primera llamada, poco antes de morir, se presentó en Cartagena el miliciano. Traía consigo un paquete en forma de rollo. Quiso ver al doctor y éste, el doctor, recibirle en su despacho. Los dos hombres simpatizaron. El soldado le contó que al salir de España no quiso abandonar la bandera de su unidad; la bandera por la que había combatido y por la que habían muerto muchos de sus camaradas. La que juró defender. Le contó que la escondió y que huyó con ella. Que al subir a bordo le requisaron las armas, pero no la bandera. Que pasó hambre y humillaciones. Que hasta el quinto día después de llegar a Orán los franceses les negaron la comida. Y que ese día les dieron un pan y una lata de sardinas por cada cinco. Que los piojos les acompañaron durante años. Y que, pese a todo, a su lado conservó siempre la bandera de sus camaradas muertos. Durante años… y hasta ese mismo día.

Por mucho que buscó no encontró la bandera. Recordaba haberla visto siendo poco más que un niño. Su padre la guardaba allí, pero allí no estaba. Viejos muebles, viejas ropas,… libros que nunca alcanzan a ser viejos. Papeles. Fotografías. Pero ni rastro de la bandera. En eso pensó que quizá el portero, que durante temporadas tuvo la llave de la casa, pudiera saber algo. Bajó a la portería y, en el cuarto, junto a Franco y José Antonio, juntos los tres, estaba el portero.

Me muero, dijo el soldado. Y no tengo hijos. Por eso quiero entregarle a usted esta bandera. A usted porque sé que es un hombre de honor y un defensor de la libertad y de la República. Y quiero que sea aquí, en Cartagena, porque esta bandera, que fue penacho de las trincheras tierra adentro, quiere volver a España por aquí, por este mismo puerto, por esta misma ciudad que la vio ondear por última vez sobre la patria… Los dos hombres se miraron. Y allí, en aquel despacho, quedó un pedazo de tela tricolor, en tiempos penacho de las trincheras, ahora, penacho de la lealtad.

Casi ni se atrevió a preguntar por la bandera, pero cuando lo hubo hecho, el portero le aseguró no haber visto jamás bandera alguna en la casa de su padre. Los otros dos callaron. Una bandera bicolor con el águila de San Juan parecía rubricar, severa, lo dicho. Así que subió las escaleras, volvió al piso y fue cerrando habitaciones. Una tras otra. Despidiéndose de los recuerdos. Diciendo adiós a aquellos hombres y al ejemplo de sus vidas. Fue al ir a cerrar la alcoba de sus padres cuando se fijó en el armario y en el copete que lo coronaba. Se acercó nervioso. Se empinó y pasó la mano por detrás del copete. ¡Allí estaba! ¡Una bandera de España! ¡Una bandera de honor!