Olivenza, amén de mares y marejadas, ríos y raudales, es puerto donde atracan navegantes de allende de casi todo. Hago parada y fonda en cualesquiera urinarios oliventinos. En uno de los más afamados oigo como dos segovianos, que no se conocían de antes, hacen migas cara al sol del mingitorio. «‘¡Coño, uno de Cuéllar!» «Yo de Segovia!» «¡Qué me dices!» Y, antes de lavarlas, las estrechan, con naturalidad, con la sana alegría de los feriantes. No sé cómo serán las cosas en los urinarios de señoras. No suelo entrar.

En el bar del chino (perdonen, no recuerdo que tenga otro nombre), en el paseo, se desayuna en hilera. Y los baños no son baños, que son toilettes de tanto francés que micciona allí. Franceses, alemanes y otros diablillos del más allá en un abigarrado batiburrillo de lenguas.

Este año, junto a mí, en su barrera de sol, cuatro franceses. Con dos de ellos he hecho buenas migas. Bernard es de la Camarga, habla español y sabe la intemerata de hierros ganaderos, de toreros y del arte de Cúchares. Christian, que no habla ni papa de español, es también aficionado severo. Es de Burdeos.

Le pregunto por la botella de vino y me mira pasmado como solo saben hacerlo los franceses. Chapurreamos. Me señalo la boina y trato de convencerle de que siendo de Burdeos lo suyo es que se hubiera traído unas botellitas de Chateau d´Yquem. No se da por enterado. Les admiro. No solo vienen de lejos. Lo soportan todo. La lluvia, la incomodidad de la plaza, y, sin embargo, respiran Fiesta. Les admiro por lo mucho que saben. Porque, además de comprar libros de tauromaquia, los leen. Y porque, después de leerlos, preguntan con la humildad de quien sabe que no sabe. Tienen el pecado original de ser franceses. Y nosotros, los españolitos, el pecado mortal de creer que sabemos de toros por el mero hecho de haber nacido sobre la piel de toro.

Me estoy poniendo serio. Por los franchutes y, ahora, por Fernando Masedo. El crítico taurino de siempre. Hoy unos amigos le daban un merecido homenaje. No estuve en carne mortal porque entre corrida y corrida solo tengo tiempo para escribirles estas líneas. Masedo sabía de estas urgencias. Cuando llegué al Club Taurino, hace treinta años, ya estaba allí; se me antojaba un aficionado cabal. Luego compartimos tardes de toros y callejón; me gustaba fotografiarme a su lado, como si de ese modo pudiera atrapar para mí algo de lo mucho que llevaba visto en los ruedos. Hoy, ya para siempre, le echaré en falta por esas plazas de Dios. Su figura menuda y sus ojos achinados. Creo que me quería a pesar de mi mucha ignorancia (y no es un recurso literario). De lo que estoy seguro es que yo le seguiré queriendo.

En fin, tomo aire.

En Olivenza hay una Filarmónica. Bernard usa el shazam (¿se escribe así?) cada vez que suena un pasodoble. En Olivenza no hay una Filarmónica. Olivenza es una Filarmónica. Se lo hago saber al francés, pero ni por esas. Él sigue a lo suyo. Un tío que pregunta quién va de sobresaliente es un tío grande. Mientras, Christian se queja por lo bajini (y en francés) del poco trapío del ganado, de lo poco que emocionan algunos toreros y de la mano excesivamente generosa del presidente.

Olivenza sigue dictando clases magistrales en su ruedo. Este año me quedo con la que impartió un torero de plata, Julio López. Al atronar al segundo de Talavante, el toro le despachó una cornada. Hay cornadas con y sin aparato. En esta feria las ha habido barrocas como las de Adame o María del Mar Santos, y secas como la de Julio. Recibir cornadas no tiene mayor mérito, recibirlas y salir como salió Julio López camino de la enfermería es un Tratado Sumo de Ética. Solo Curro Javier, otra plata, hizo por él. Tuvo tanta grandeza el paso de Julio, solo y en majestad camino de los médicos, que ahora, al recordarlo, todo lo demás es poco.

«Herida inciso-contusa por asta de toro en la cara interior del brazo derecho que desgarra la musculatura con dos trayectorias, una de quince hacia abajo y otra de cinco hacia arriba. Pronóstico grave.» Dice el parte. ¡Torero!, digo yo.

Olivenza ha podido a los elementos y al mal fario. A sus playas arriban los restos del naufragio. Los míos y los ajenos. Mi gente de Vitoria, los del Cocherito, el amigo de Enrique Píriz, el que siempre trae percebes, que, por cierto, según me corrige Enrique, no es de Pontevedra sino de Lugo, y hasta Said Kazad que es el único torero palestino del que tengo noticia.

Olivenza de noche y de día. La noche para la chavalería y para los de Vitoria. A la salida del festejo, al dejar atrás la cátedra circular, oigo a los de Vitoria cantar a coro tonadas de su propia composición. ¡Adiós Bernard! ¡Adiós Christian! A bientot mes amis! ¡No olvides traerte unas botellitas el año que viene! Me mira y creo que en la mirada le leo la chaladura de España.

Todo lo que nace, muere. Termina la feria. Se corre un telón de terciopelo rojo y la función acaba. Y en la cabeza oigo que alguien dice aquello de «Elvis has left the building». Elvis vive. Estoy seguro que este año estuvo en Olivenza. De incógnito, claro está.