En esto de ir, comer y opinar hay que pasar el fielato de los amigos. Amigos cocineros, amigos propietarios,… Nada tan comprometido para el humilde plumilla. ¿Ir o no ir? He ahí la cuestión. ¿Perder un amigo por cuatro líneas mal escritas? ¿O mejor callar? En todo caso, lo único que no admite dobleces es la obligación que se le debe al lector de contarle la verdad. La verdad que, a veces, o mejor dicho, siempre, es la verdad de quien esto firma. Más o menos certera, más o menos compartida, pero siempre limpia.

José Rivero Sudón es amigo. Gracias a Dios, a la Virgen de Carrión, patrona de Alburquerque y, en alguna medida, a las despiertas entendederas del mismo José Rivero, creo que seguirá siéndolo después de la presente lectura. El interfecto, empresario de otras lides, se ha sacado de la chistera una bodega. Y lo que pudiera parecer capricho, pasatiempo condenado a no levantar el vuelo, en sus manos, va camino de ser otra historia de éxito. Rivero anda entre zurieles y folgasaos con la misma soltura que entre chirimbolos solares; al fin y al cabo, lo suyo es todo aquello que funciona con rayos de sol.

A la salida de Alburquerque, en la carretera que va a Herreruela, un lugar envuelto en encinas, canchales y buenas maneras. Y vides, por supuesto. Uno de esos sitios para presumir de Extremadura, de dehesa y de trato cordial. Más bodega que restaurante, al menos a día de hoy. Abren los fines de semana y cuando se concierta visita. He de decir, que yo, que suelo cazar (manducas) de lunes a viernes, no soy de tentar a la suerte en fin de semana. En este caso, sin más remedio, hube de reservar para domingo. Y, como era de esperar, el pequeño, pero luminosísimo salón, acabó repleto de adultos y, para más inri, de niños. Aún así, les diré que es el mejor salón comedor de Extremadura. Quizá alguno se le acerque, no lo niego, pero comer en medio de la dehesa, con tres de sus cuatro lados acristalados vale un Potosí.

Es difícil no pasear por el entorno. Algunas fotografías; Alburquerque y su Castillo de Luna al fondo. Las cigüeñas en sus nidos. Y los sonidos que todo lo endulzan. Cierta paz y cierto gozo, previo (o posterior) al acto en sí (de comer, entiéndase). Al entrar, te invitan a pasar a la bodega; de nueva factura, pequeñita, pero ya en sazón. Y, si lo prefieren, tambien pudiera ser al revés, primero el refrigerio y luego la visita.

De momento Encina Blanca es más una bodega que un restaurante. De hecho, salvo que se acuerde otra cosa, solo sirven un ligero menú como amparo a la cata de cuatro de los vinos de la casa: el espumoso, el verdejo, el rosado y, finalmente, el tinto. Todo por un precio cerrado de 25 euros: visita a la bodega, cata de los precitados vinos y el tal menú, compuesto de dos aperitivos, primero, segundo (carne o pescado) y postre. Obviamente, estaba lleno.

De los vinos, ya premiados internacionalmente, diré que mi favorito entre los favoritos es el espumoso. Y no regalo el halago. Hubiera comido a solas con él. Y de entre las viandas (tapa de salpicón, tapa de flamenquines cordobeses, risotto de setas de primero y zarzuela de pescado y marisco de segundo), diré que me quedo con el postre. Y no con el que me pusieron, mousse de naranja, sino con el que sé que hacen, que ya he probado en anterior ocasión y que pudiera ser emblema del restaurante en el futuro: las peras al vino blanco, una delicia digna de palacio. Dicho queda, si no han ido, vayan (y no olviden el puro).

Las imágenes de la bodega Encina Blanca

Las imágenes de la bodega Encina Blanca