Un carrusel interminable de audiencias, un sinfín de ceremonias que tampoco se acaban nunca, la exigente elaboración de sesudas encíclicas y escrutadas homilías, viajes por cualquier rincón del mundo con agendas que se dirían diseñadas por el mismísimo diablo; y mucho más que eso, la enorme responsabilidad del timón de la barca de Pedro, con más de 1.200 millones de pasajeros a bordo, en las únicas manos de una especie de vicediós. El poder absoluto, la soledad absoluta. Con la inestimable colaboración de la curia, que, con sus intrigas, sus corruptelas y sus escándalos económicos y sexuales, sabe --o hasta ahora ha sabido-- que los papas pasan y ella permanece. Unos amigos con los que no hacen falta enemigos. No es que el de Pontífice, hoy por hoy, no sea un oficio para viejos; no solamente se trata de tener más o menos vigor, como dijo Benedicto XVI al argumentar su renuncia, es que ser Papa es sencillamente inhumano.

"El Papa es el director general de la empresa más grande del mundo. Está rodeado de miles de gerentes de sucursal, obispos, arzobispos y cardenales, pero se trata sobre todo de aduladores, que no critican, no aconsejan, no comparten responsabilidad", escribía apenas hace unos días John Cornwell en el semanario italiano L'Espresso .

Cuando no aprovechan su poder para oscuros tejemanejes, podría añadirse. Pero la cosa quizá sea más grave: la estructura cuasi medieval del poder de la Iglesia casa mal con la vertiginosa realidad del siglo XXI en muchos aspectos, y la potestad suprema, la gigantesca tarea que recae en exclusiva en las espaldas del Pontífice, no es de los menores. "Es un trabajo seductor solo para megalómanos y narcisistas", afirmaba Cornwell. Y recordaba las palabras de Pablo VI: "Mi soledad es completa y terrible. De ahí el desconcierto, el vértigo. Me siento como una estatua sobre un pedestal. Así vivo ahora". Su aislamiento llegó al extremo de que le construyeron un jardín colgante en el último piso del Palacio Apostólico para que pudiera pasear sin ni siquiera bajar a los jardines.

La magnitud de la agenda

Más allá de los grandes disgustos con curas pederastas, guerras intestinas y finanzas oscuras, algunos ejemplos del día a día: el Papa tiene la rigurosa exclusiva de la designación de obispos, arzobispos y cardenales. Eso puede suponer unos 200 nombramientos al año, que se supone que no hace a la ligera, sino tras un laborioso proceso, que estaba en manos de una comisión de cardenales pero que Ratzinger asumió personalmente para modelar a su gusto la clase dirigente eclesial. Además, a los obispos debe recibirles en audiencia al menos una vez cada cinco años. Teniendo en cuenta que son más de 4.000, le tocan como quien dice un millar al año. Más las audiencias que concede a diplomáticos, políticos --que Benedicto XVI restringió a jefes de Estado y de Gobierno-- y otros personajes públicos, y las generales de casi cada miércoles, abiertas a los fieles. Por no hablar de los frenéticos viajes papales por el mundo y de que a cierta edad ya no hay cuerpo que resista las frecuentes ceremonias litúrgicas de varias horas de duración ininterrumpida. Pocas ganas y poco "vigor" le tienen que quedar a uno, y menos al anciano Benedicto XVI, para pisar nidos de víboras vaticanos y afrontar grandes reformas después de todo eso. Que venga alguien más joven y fuerte, o mejor, un su perhombre.

Así las cosas, la reforma del Gobierno central de la Iglesia, su descentralización --en la línea esbozada por el Concilio Vaticano II--, es para muchos una tarea ineludible para el próximo Papa. Intimamente vinculada con ella, parece serlo también una reformulación de la excesiva manera de ejercer el Primado, como de hecho ya planteó en su día Juan Pablo II.

En el año 1995, en su encíclica Ut unun sint , el papa Wojtyla admitía que este era el principal obstáculo para el ecumenismo, la unión de las distintas iglesias cristianas: "Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los pastores y teólogos de nuestras iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio (papal) pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros", escribió. Ni él ni su sucesor, sin embargo, habían dado pasos significativos en esta dirección. Hasta el inesperado, excepcional y solemne portazo de Benedicto XVI.