Dicen que Teresa de Calcuta vivió sus últimos tiempos sumida en la duda. Acaso a algunos fanáticos este asunto les inquiete y en un ataque de ira arranquen el póster de la santa de la pared del cuarto de estar. Pero a mí me la hace entrañable. Cualquier excusa es válida cuando se trata de ayudar a los demás, no lo discuto, pero no me negarán que si uno imagina a Dios como el ojo de un gran contable instalado encima de tu cogote inventariando tus faltas y tus virtudes, poseen menos mérito las buenas acciones. Lo verdaderamente grande es hacer el bien sin esperar recompensas y sin temor al castigo. Si algún sentido le queda a la palabra santidad debe apuntar en esa dirección. Hacer el bien en el convencimiento de que tus obras son como una pequeña cerilla en mitad de la oscuridad, faro mínimo pero que pone a salvo a algún desnortado. Y lo curioso es que en muchas ocasiones los beneficiados de una acción mínima somos todos. Como en aquella historia en la que un campesino se arrojó a un lodazal para salvar a un niño. Luego resultó que el niño era hijo de un noble rico que quiso recompensar al héroe, aunque el hombre no lo consintió. Pero el noble se enteró que el campesino tenía un hijo más o menos de la edad del suyo y decidió que le pagaría los estudios en los mejores colegios del país. Y, mira por donde, el niño salvado del lodo era Winston Churchill y el hijo del campesino, Alenxander Fleming . Cierto que también podrían haber sido Hitler o el destripador de Bostón, nunca se sabe. Si se supiera, carecería de mérito. La duda es lo único que nos libera del yugo de los instintos y del fanatismo. Dicen que Teresa conoció la duda. Que cunda el ejemplo.