TStiempre con paso prudente por miedo a pisarse las ojeras, Casandra era una sombra deshilachada que iba dejando una estela de misterio allá por donde pasaba. La conocí en La Sidrería en una esas noches de frío invierno en las que algunos ciconianos de letras nos reuníamos al calor de la palabra frente a una taza de café. Reconfortada con el tono belicoso y banal de nuestras tertulias, Casandra hizo de aquel espacio su hogar, tanto que acabó durmiendo en el mármol de sus mesas una vez la clientela regresaba a casa para rendirle cuentas a la almohada del tedio de la jornada. Yo también un ser de sombras, no tardé mucho en enamorarme del cadáver de su rostro, que era blanco y tibio, como debieran ser todos los cadáveres, y ella hizo lo propio rindiéndose a mis ojos tristes, que, decía, le recordaban tormentas de amores pasados. Me gustan los escritores , susurró una noche en la que el calor de la chimenea nos empujaba a fungibles confidencias, y yo que había conocido a muchos escritores, a cual de ellos más insoportable, confirmé mis sospechas de que el amor es cosa de mujeres. Aunque decía amar a los escritores, nunca leía sus libros, solo sus ojos, que eran, afirmaba, la mejor imprenta del alma. Y en esos ojos míos de tormentas y pasado, ella dejaba mecer silencios a gritos.

Una noche gélida, Casandra probó el colchón de mi cama; al alba se marchó enfadada alegando que le habían resultado demasiado confortables las caricias de mis sábanas.

Casandra era fría y le gustaba el frío, pero en sus labios de témpano encontré aquella noche todo el calor que la vida entonces estaba dispuesta a concederme.