TEtscribo desde Santo Domingo donde estoy teniendo la suerte de contar con la amistad de dominicanos que me hablan de su tierra, su vida, su historia y sus gobernantes, mientras paseamos por las calles de la ciudad o intentamos sortear el caótico tráfico montados en un coche de tercera, cuarta quinta mano. Hay un pequeño grupo de jóvenes parados en la acera. Comentan que son haitianos y dicen que son dos millones los que, ilegalmente, han cruzado la frontera.

Me viene a la cabeza ese pequeño relato que nos cuenta cómo un viejo caminaba lamentándose de su pobreza mientras se alimentaba de altramuces y cómo, al volver la cabeza, vio a otro viejo que recogía las cáscaras que él tiraba. Los haitianos quieren entrar en República Dominicana y los dominicanos en Puerto Rico a través del estrecho de La Mona, aguas peligrosas que cruzan a bordo de pateras que aquí se denominan yolas, para desde allí, intentar el salto a EEUU. Para los pobrísimos habitantes de Haití acceder a la vecina república es subir más de un escalón en la calidad de sus vidas; para los dominicanos el futuro se encuentra en España o Norteamérica. Son corrientes vivas impulsadas por la enorme energía que liberan la necesidad y la miseria. Pregunto a mis nuevos amigos si tienen esperanza en un cambio. Veo la respuesta en el escepticismo de sus semblantes. Tras el gesto llega la palabra. Hablan de corrupción, de presupuestos que llegan mermados a su destino final y de un sector empresarial que está en manos de los españoles que, amparándose en el poder de su peso en la economía, no cumple con los derechos de los trabajadores. "No creo en nada después de lo que yo he visto". Frase de un joven dominicano que puede resumir las conversaciones mantenidas en estos días de descanso en este precioso país del mar Caribe.