No me canso de repetir que la realidad siempre supera a la ficción y que la mente humana va más allá de cualquier imbecilidad posible. Leo que una empresa norteamericana (cómo no) va a comercializar dos inventos que causarán si no furor, sí pánico a los no avisados. Uno consiste en sustituir los epitafios grabados en la losa por modernos vídeos que muestren al difunto en vida. Lo que no aclaran es quién dará al play o quién rebobinará. No sé yo qué pensarán los deudos cada vez que la voz del finado les reclame de entre los muertos. A mí me daría algo.

El otro invento es más aparatoso. Se trata de incinerar pero con estilo. Nada de intimidades ni urnas. Ya no se lleva lanzar las cenizas al mar sino esparcirlas por todo el mundo gracias a la estelar compañía de fuegos artificiales. Imagínense. Cariño, esas chispas rojas son papá. Como para que el niño vuelva a querer salir en la virgen de agosto. O como para que te caiga algo en un ojo.

Ya sé que hay que innovar, pero no acabo de ver la gracia a estos inventos. Tampoco me gusta esa moda de los discursos funerarios que hemos sacado de las películas. Además de aguantarte las lágrimas, tienes que aguantarte la grima al ver cómo algún oportunista hace como que improvisa unas palabras. O cómo el menos allegado se convierte en el orador más sentido.

Desde aquí se lo advierto a quien corresponda. No quiero vídeos ni cohetes y mucho menos discursos. Si no se cumple esta última voluntad juro aparecerme todas las noches, al pie de la cama del agresor para leerle una y otra vez la obra completa de Jose María Pemán , entre bengalas y sin pause posible. Amén.