TLtas chicas me dicen señor y los niños me señalan con el dedo y me llaman viejo. Los libreros me tratan de usted y en las puertas y las aceras estrechas me ceden el paso. Estoy aterrorizado. Las sonrisas que antes eran seductoras, ahora me convierten en un caballero muy amable, aunque siguen teniendo una intención aviesa y pérfida que ya nadie entiende. Me consuelo cuando leo que los niños alemanes creen que no existen mujeres mayores de 45 años y que si las hay deben de ser brujas. La otra tarde me sorprendí charlando de achaques, presumiendo de haber batido el récord paralímpico de bajada de colesterol: 44 puntos en seis meses. Mi último hallazgo no ha sido un pub de copas ricas ni un chat de muchachas enrolladas, sino un bazar de Todo a Cien donde venden gafas para ver de cerca a dos euros. Ya no voy a la peluquería: mi mujer me trasquila con una máquina demoledora. No puedo entrar en ciertos locales porque me encuentro con mi hijo y no es plan. Y la única garantía de que tendré un sueño plácido es cenar pescado cocido.

La otra noche, en el Auditorio, había un niño detrás de mí que me hacía dar respingos con sus chillidos, después me pateó la espalda a través de la butaca y acabó acusándome ante su madre a voz en grito: "Mamá, este señor calvo no me deja ver". La madre, una mujer joven y atractiva, fue aún más demoledora. "Es que es un poco cabezón", sentenció, eso sí, en voz baja. Esto no es la crisis de los 40 porque ya la superé con ímprobos esfuerzos. Tampoco creo que sea la vejez, pero la situación empieza a ser desesperada.