Para que este año eche el cierre vuelve a quedar un solo día, horas. La jornada íntegra dedicada al final que se supone feliz, aunque --disculpen-- irremediablemente hortera. Estarán las familias preparando viandas, los niños petardos, mientras las fiestas programadas dispondrán cotillones y orquestas, bailes de gala y serpentinas de colores. Si sales a comprar las últimas uvas antes de que cierre el súper, verás cómo sonríen las cajeras porque van a salir en diez minutos. Cualquiera que se cruce contigo tendrá el gesto contento, cariñoso incluso, cuando te diga feliz año, aquel también que mañana mismo vuelve a ser el imbécil de siempre que ni saluda. Tengas el plan que tengas, a la hora de las campanadas, brindarás por toda tu familia, sonará el cava o champán y esparcirás deseos sobre los matasuegras y los gorritos de papel al tiempo que te atragantas --como todos los años-- con las malditas obligatorias doce uvas. Más tarde bailarás y besarás sin fin. El modo en que hayas sobrellevado estos meses, poco importará entonces. La felicidad de hoy cuesta bien poco. La venden los finales de año --también los de los años espantosos-- en los puestos de la calle junto a bengalas luminosas. Y tú, como todos, consideras indispensable consumirla. Olvida, pues, los bolsillos vacíos, el recorte, la exigua paga extraordinaria de la que ya no queda ni el recuerdo o aquel empleo que tanto te gustaba. Puede que, en un momento del día o de la noche, te asalte una conocida sensación de tiempo huyendo y derramándose por algún agujero del alma dejando, en cambio, manchas de melancolía. No hagas caso, sigue el ritmo. Lo que sientes es solo la pátina que va posando la edad sobre tu piel.