Mesones, ventas, ventorros, bodegones, tabernas, figones… Agazapados por los caminos de España. Caminos quijotescos. Lugares de romancero. Hoy como ayer. Corrales, corralones donde velar armas. Barbaño, por ejemplo. Desde 1956, pueblo de conquista. Perfecto para una andanza. Para visitar las ruinas romanas de Torreáguila, para asomarse a la ermita de Nuestra Señora de Barbaño, de muy limpia factura, o para, simplemente, pasear por el entorno del río.

Barbaño está en las orillas ubérrimas del Guadiana. Más cerca del río que de Montijo. Esta semana el Guadiana bajaba crecido y turbio. Los eucaliptos y, ceñidos a Barbaño, los almendros en flor. Todo aquí tiene un algo bucólico y tranquilo. Cuando llego los niños están saliendo de la escuela. Vocean al verme pasar en un deportivo. Frente a la escuela está el ayuntamiento. Casas encaladas y calles festoneadas de limoneros.

El Corral del Rey es un mesón. O sea, un lugar donde se sirve comida de antes y donde la decoración tira a campera. Está en la calle principal de Barbaño, la que va del ayuntamiento a la ermita. A pie de limoneros. Todo allí es un tanto abigarrado. En la misma entrada del bar descansan, con ufana naturalidad, cajas de bebidas. Dentro, más parroquianos que parroquianas. En la barra, dos obreros en traje de faena piden una de caracoles. La tragaperras y la chimenea encendidas. El comedor está en lo que, en tiempos del Instituto Nacional de Colonización, debió ser el patio de la casa. O el corral. Dos grandes fotografías, una del puente Oliveira Salazar y otra de la Torre de Belén, decoran las paredes. Mantel de papel, pero del bueno. La servilleta no tanto.

Cuatro italianos comen ya; tres tragaldabas preguntan por los asados y, al saber que a diario no asan, se dan un homenaje de casi todo lo demás. En El Corral del Rey no sirven menú del día. Aquí se viene a comer sin miedo. Preparaciones tan sencillas como contundentes. Está claro que si usted presume de finolis se equivoca de sitio; y si lo suyo son las cenas románticas también yerra el tiro. Aquí se comen caracoles, ancas de rana, el raja y pela de siempre, carnes vuelta y vuelta, bacalaos a la brasa y, algún que otro pescado fresco cuando se tercia. Aquí no hay piedad para los condenados. Aquí se come.

Tenía yo ya los dedos arrugados de pescar caracoles en una salsa de más aceite que tomate, ajo y jamón, pringosos de tan soberana tarea, cuando, con el fin de no desbaratar la servilleta de papel, y tras mirar a diestro y siniestro para comprobar que no había miradas impertinentes sobre mí, me los chupé (los dedos). No es que fueran mis mejores caracoles, pero cumplieron, y, sobre todo, la armonía de untar un buen pan en tan nutricia salsa me hizo gozar de íntimos espasmos de placer.

Luego vino el solomillo. Lo anuncian como de retinto, pero sospecho que no lo era. De lo que estoy seguro es de su cantidad y de su calidad. Quisiera yo llegar a viejo de baba, ser atendido en un asilo de monjas y que me sirvieran semejante condumio. Se come sin dientes. Es más, el cuchillo de sierra resultó inconveniente, lo suyo hubiera sido uno de buen filo. Le pregunté, al que supuse dueño, cuanto pesaba la ración. Me dijo que de eso allí no saben nada, que todo es a ojo. Un tío simpático. Cuando llamé el día anterior para reservar me espetó a bocajarro que los pobres solo cierran los lunes. Puede que a ustedes el precio les resulte un tanto elevado, pero de mi solomillo bien pudieran haber comido dos personas. Se lo dije, y él, con sorna, me preguntó que dónde estaba el otro, y que me lo había comido yo solito.

No me ofrecieron nada de cuchara, pero, al menos, de postre sí tenían fruta (fresas). Preferí serradura… En resumen, pienso volver antes de que se me caigan los dientes. Y después. Si Dios lo permite.

Las imágenes de 'El corral del rey'