Se les acaba el tiempo. El veintiocho es el último día. Lo establece la nueva ley electoral. Nuestros políticos van de un lado a otro poniendo primeras piedras, inaugurando obras o visitando las que están en marcha. Da igual el color. A todos les pasa lo mismo. Quieren demostrarnos que son dignos de confianza, que merecen ser reelegidos. Pues quiero decirles que, si no fuera porque me molesta que me tomen por tonta, llegarían a enternecerme de tan ingenuos que me parecen. Supongo que muchos de ellos no creen en el poder de seducción de este frenesí contra el calendario, pero debe de ser difícil oponerse a comités de campaña y asesores y no tienen más remedio que sonreír en las fotos y hacer declaraciones sobre lo realizado y lo invertido. Infantil. Es lo que pienso. Me resulta difícil aceptar que esta serie de gestos, repetidos una y otra vez en cada cita electoral, sirvan para captar votantes. No hace falta que nos vendan nada. Somos ya una ciudadanía adulta a la que no se la convence con trucos de mago, ni está dispuesta a intercambiar el oro puro de sus votos por un puñado de cuentas de vidrio de colores.

Cierto es que no tiene mayor importancia y no deja de ser uno de los muchos rituales de la vida. Los buñuelos de viento por los santos, los arbolitos en navidad, la cera y las saetas en Semana Santa y, las inauguraciones, primeras piedras y visitas cuando se acercan las elecciones. Quizás no estaría dedicando estas líneas al asunto si hoy no hubiera oído decir a un político que inauguraba un aeropuerto, aún sin aviones, para que los ciudadanos puedan utilizar las pistas de aterrizaje como lugar de paseo, algo que, evidentemente, no podrían hacer si las aeronaves estuvieran operando. Me parece tal tomadura de pelo e insulto a la inteligencia de sus conciudadanos, que no me he resistido a comentarlo.