Me sorprende que aún me paren por la calle para preguntar qué hay de lo mío. Lo mío, lo diré, es un cáncer y no baila. Hubo suerte y conseguimos vencerlo con las armas que teníamos a mano: yo escribí varios textamentos para exorcizar el miedo a la muerte, y los médicos, menos literarios pero más prácticos, me recetaron 8 sesiones de ABVD (compuesto de adriamicina, bleomicina, vinblastina y dacarbazina) y 14 sesiones de radioterapia, que al destruir todo tipo de células, las buenas y las malas, acabaron por ahuyentar a la bestia. Y aquí sigo, con las constantes vitales normales y ciertos conflictos emocionales que a estas alturas también pueden ser considerados normales.

Me sorprende que pregunten por mi estado de salud, decía, porque yo he olvidado el asunto. En un ejercicio de higiene mental en los últimos meses he optado por borrarlo de mi mente, tratarlo como si nunca me hubiera sucedido o como si hubiera sucedido hace mucho, otorgándole en mi biografía el mismo grado de importancia que tuvo aquella novia egoísta de cuyo nombre no quiero acordarme o aquel viejo Renault que me dejaba tirado en las cuestas.

Algunos vaticinaron que la enfermedad cambiaría mi visión de la vida, pero justo es reconocer que mi visión de la vida sigue igual: nebulosa y fatalista, como nebuloso y fatalista es el tipo que encuentro cada mañana en el espejo del baño, ese pelmazo que nunca deja de molestarme con incómodas preguntas. Mientras tanto, ando con mis cosas: leo, escribo, paseo, observo a las cigüeñas y afilo el sable a esperas de que llegue el momento de hacerme el harakiri. Pero vosotros todo esto ya lo sabéis.