Antes solía visitar los cementerios. Es lo que tiene la edad y la lectura de ciertos libros. El caso es que le cogí el gusto a pasear entre lápidas y mirar las fechas que escriben bajo las fotos de los muertos. Esta costumbre de fechar la vida de los muertos da para un montón de reflexiones profundas y manidas, pero no es ahí donde quiero ir a parar. Lo que quiero es hablar de una tumba que encontré en un precioso cementerio gallego. Fue días después de este Día de Difuntos, de modo que cada nicho era como un pequeño jardín de flores recientes y velas encendidas. Supongo que un cementerio recién encalado y alicatado de flores frescas pretende ser un guante que se arroja contra la muerte y el olvido. Pero, ay, entre tantas tumbas engalanadas siempre hay otras cubiertas de orín y musgo en las que es fácil entender que la batalla acaba ganándola el olvido. Una era especialmente triste. Bajo el nombre del muerto y la siniestra fecha de rigor, aun podía leerse una promesa escrita en mármol: te recordaré siempre . Qué triste es la palabra siempre leída en un cementerio. Nos hace pensar en Villon y en Jorge Manrique , en Chateaubriand y en el Eclesiastés. En todos aquellos que un día se pararon a reflexionar seriamente sobre esta cosa extraña y fascinante que es el vivir y que gastaron algo de su tiempo en dejarnos sobre un pedazo de papel las claves para no tomarnos demasiado en serio. En este asunto, como en tantos otros, los románticos nos confundieron, porque a ellos delante de una tumba sólo se les ocurría pensar en lo solos y tristes que se quedan los muertos . Pero los muertos no se quedan de ninguna manera más que muertos. Son los vivos los tristes y los perplejos, los que se empeñan en jugar con la palabra siempre y luego les quema entre los dedos.