No es que me alegre que haya muerto Liz Taylor --me da igual--, pero debo agradecer a este hecho que las páginas de noticias se hayan llenado de glamour. Por unos días las glosas a los ojos más violetas del cine ganan a los ataques de las guerras inexistentes. Y uno se conforta votando si era más diva Elizabeth que Marilyn en lugar de contestar si está o no a favor de las nucleares o si cree que lo de Portugal hace inevitable que pongamos las barbas a remojar. Más allá de haber disfrutado como todos de la gata sobre el tejado o de la mujer marcada o de Cleopatra, le agradezco este descanso y la vuelta, por un momento, al divismo. Al de antes. A ese divismo típicamente femenino --siempre el galán era menos-- que no necesitó de leyes de igualdad para imponerse. Bastaron las curvas rotundas, miradas excitantes, posturas sugerentes y Hollywood con sus relatos excesivos y las borracheras sin fin. Casi lo habíamos olvidado. Llevamos un tiempo tan tontos que creíamos que las divas son unas tipas que van por las televisiones españolas diciendo y haciendo gilipolleces. Eso algunos. Porque otros, más tontos todavía, que aclaman a parlamentarios como si fueran divos. En el Congreso, que debería ser serio y parecerse poco a un teatrillo, pero que va acercándose en cada sesión. Resulta que lo más relevante de su existencia consiste en aplaudir, reír o patalear las ocurrencias de un señoría cualquiera. Esta vez encumbra a un Rubalcaba con vocación de divo que no duda en recurrir al chiste para excitar al auditorio. Dice el presidente que es de lo mejor que ha visto en la legislatura. Le recomendaría que alquile usted en dvd De repente el último verano . Luego, ya, si quiere, aplaude.