La tapa es la calle. No hay tapa sin calle. Y, rara vez, calle sin tapa. Tapear es callejear. La calle y los amigos. Porque la tapa es también el amigo con quien se tapea. Tapear es ir en busca de los amigos que aguardan acodados en la barra del bar. Tapear en soledad es una práctica desviada; como de gabinete psiquiátrico. Dicho queda. Lo demás es adorno.

Llámese como se llame, tapa o pincho, banderilla o canapé, montadito o cazuelita, tapear es comer en la barra. O al sol. Desde los humildísimos altramuces a bocaditos de la más alta orfebrería. De las socorridas aceitunas a las elaboraciones más alambicadas. Todo vale si es con amigos y es en la barra nuestra de cada día. Y en las ajenas. Hay calles de bares por antonomasia. Pisar la Calle del Laurel, la muy logroñesa Calle del Laurel, es levitar a las puertas del cielo. Ahora mismo, al escribirlo, lloro. Lloro remembrando los champiñones del Bar Soriano; tres champiñones pasados por la plancha y coronados por una gamba, empalados los cuatro. Con o sin palillo. Esa es otra… ¡Dios salve a las gildas! ¿Acaso hay algo más de verdad que una gilda en cualquiera de los bares de la donostiarra Calle 31 de Agosto? Verde, salada y picante,… como Rita Hayworth. Entre zuritos, turistas japoneses y txakolí. La Gilda, quizá el primer pintxo de nuestra historia. Y de San Sebastián a Compostela… Todo por un trozo de empanada de congrio en El Gato Negro de la Rúa do Franco. Eso sí que es peregrinar. ¡Bendito sea el apóstol! Y de allí a la Plaza de las Flores de Murcia. Todo por una marinera; esa porción de ensaladilla tocada por una anchoa en salmuera y sostenida por una rosquilla de pan tostado. Tapas frías, pero también calientes. Otra vez lloro... La Calle Van Dyck de Salamanca huele a estudiantes, a parrilla y a patatas revolconas. Mares de lágrimas… Y más… La tortilla de patatas del Sagartoki en Vitoria, las gambas de Denia del Nou Manolín en Alicante, las rabas de La Bombi en Santander, las tortitas de camarones de Casa Balbino en Sanlúcar,… España de norte a sur y vuelta. Porque tapear es una herencia solar.

Pero este canto lírico a las calles y a sus tapas no sería completo sin una elegía por el tapeo de antes. Ese que ya no volverá. Apenas resisten, asediados, en barrios perdidos, algunos valientes. Valientes, pero decadentes. Me refiero a esos bares de antes, tabernas recias y singulares, que lo porfiaban todo a una sola tapa. Solo una. La mayor parte de las veces servida como gentileza para con los parroquianos. Tapas convertidas en santo y seña, en atractivo único y singular del establecimiento. Tapas, en muchas ocasiones, vinculadas a la humilde gastronomía del aprovechamiento. A la casquería más rampante. A las bienaventuradas salsas de toma pan y moja… ¿Quién no recuerda tal o cual bar de su juventud por tal o cual tapa legendaria? Humildes lugares donde fuimos felices. Una caña y, en un minúsculo platillo de café, un pedacito de gloria trinchada y en salsa. Ese recuerdo lo llevo grabado a fuego. Mollejas, callos, patatas bravas,… Ahora parece obligado ofrecer de todo (casi siempre todo malo). Y no hay barra que no ofrezca el cuento de las mil y una noches en forma de tapas variadas. Es el sino de los tiempos. Y, en alguna medida, una cierta influencia de las muy floridas barras vascas. Pero yo echo de menos aquellos otros bares, aquellas otras tabernas de antes. Arrumbadas por el tiempo, alguna aún aguanta. ¡Aquello sí que era tapear!