En casa de Ana Moskera, el debate sobre la regulación de la eutanasia que comenzó ayer en el Congreso se vive entre la expectación y la desidia. Esta vecina de Zarautz de 52 años lleva casi una década y media afectada de esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y ya ha anunciado a su marido y a sus dos hijas que no desea vivir las últimas fases de una enfermedad incapacitante que la conducirá sin remedio a la muerte.

Les ha pedido que, cuando no pueda valerse por sí misma ni para beber un vaso de agua, la ayuden a acabar con su vida. «Ojalá la ley llegue a tiempo, pero si no lo hace, me va a dar igual, cumpliré su deseo y no la dejaré sufrir. Y si alguien me cuestiona, que cierre los ojos unos segundos y piense qué haría en mi lugar», afirma Juanjo Uría, su marido. El siempre incómodo asunto de la eutanasia gira estos días alrededor de dos relojes que se mueven a velocidades diferentes. Uno, público y con acento político, lo pautan los plazos de la tramitación parlamentaria de la ley. Otro, privado y doloroso, lo marca el avance de la enfermedad que sufre cada paciente desahuciado que desea, pero no puede, librarse de la agonía. Los familiares asisten con angustia a la negociación de un reglamento que podría facultarles para ayudar a morir a sus seres queridos sin acabar en la cárcel, donde les manda el artículo 143 del Código Penal.

La percepción pública ha evolucionado a golpe de caso mediático. Algunos tan recientes como Antoni Monguilod, de Malgrat de Mar, que falleció en octubre tras batallar durante una década con el párkinson. O Fernando Cuesta, el asturiano afectado de ELA que hace cinco meses dejó su testimonio grabado en un vídeo antes de viajar a Suiza para someterse a un suicidio asistido. O María José Carrasco, la enferma de esclerosis múltiple cuyo marido, Ángel Hernández, se convirtió el año pasado en el primer familiar que es detenido en España por practicar una eutanasia.

En caso de aprobarse ahora, llegará tarde para Maribel Tellaetxe, que murió con alzhéimer en marzo a los 52 años. «De viva voz y por escrito, nos pidió que la ayudáramos a morir cuando sufriera dolores severos y no pudiera reconocernos ni valerse por sí misma. Esas condiciones ya se daban en el 2016, pero no pudimos cumplir su deseo, por más que lo reclamamos», se lamenta su hijo, David Lorenzo. Su conclusión, tras conocer otros casos, es un torpedo en la línea de flotación del discurso que equipara la eutanasia con una apuesta por la muerte. «Hay enfermos desahuciados que se están suicidando cuando aún pueden valerse por sí mismos por temor a que luego sea tarde y nadie pueda ayudarles, aunque esto les haga renunciar a varios años de vida en condiciones aceptables».