Los rincones, además de pelusas, están llenos de cosas que hemos decidido condenar al exilio. Revisando mis rincones he encontrado una noticia que en su día me llamó la atención. Hablaba de un tipo de México cuyo nombre, casi impronunciable, es uno de los más largos del mundo. Se llama Brhadaranyakopanishadvivekachudamani Erreh . La culpa de este batiburrillo la tiene la poesía. Bueno, y sus padres, que se inspiraron en un libro hindú de poemas para nominar así a su vástago. Es lo que tiene la poesía, que genera grandes cagadas tanto de los que la profesan un amor loco como de los que creen que se trata de algo prescindible. Hace un tiempo acudí a la biblioteca pública de una importante ciudad extremeña para buscar unos poemarios. No encontré nada. Me sorprendió que no hubiera libros de poemas en las estanterías. Pero tenía su razón. Al parecer, mientras esperaban que se acondicionara su sede habitual estaban ocupando unas dependencias algo más reducidas y, ante la falta de espacio, habían decidido dejar la poesía almacenada en cajas. Escondida en un rincón. Lo peligroso de habitar las esquinas es que a medida que pasa el tiempo cuesta más salir de ellas. En México ya lo saben. Estos días han iniciado una campaña para que los padres sean conscientes de que los nombres de los hijos hay que cuidarlos. Bajo el lema Un nombre es para siempre las autoridades instan a los futuros progenitores a que mediten y sopesen la forma en la que llamarán a sus hijos, no sea que se pasen la vida condenados en una esquina. Aquí todavía no hemos inventado campañas para concienciar sobre cosas que no debemos dejar en los rincones. Los mexicanos son más listos. Ellos saben que hay exilios que pueden ser para siempre.