TDte la Navidad, como de tantas otras cosas, lo que me más me gusta son los preparativos. Ya en el puente de la Inmaculada Constitución, el cuerpo comienza a sentir el hormigueo de los villancicos. Da igual que los centros comerciales nos hayan estado bombardeando desde octubre. Desde mi infancia, estos días marcan la diferencia entre el tiempo cotidiano y la locura de diciembre. En la calle se encienden las luces, se exponen los belenes y las tiendas se adornan de rojo y plata, mientras las cabezas se quiebran en busca de regalos, restaurantes, actividades para niños y organización de camas en las casas que, poco a poco, empiezan a desempolvar figuritas sin brazos, árboles de procedencia china y espumillones, con ese olor a barro familiar que solo saben tener los adornos. Llegan las cenas, y el mundo parece inventarse cada noche, como en la adolescencia, cuando la vida surgía al volver la esquina, con el primer cigarro que marcaba el tránsito hacia lo desconocido. Luego, aparece la Navidad, la verdadera, y con ella, suegros, cuñados, sobrinos chillones, comidas interminables, sobremesas tediosas con luz de posguerra, regalos de cuando existía el todo a cien, libros que no acabas porque la casa estalla de gente, el teléfono no para, y la tarde no deja de oscurecer en los cristales. Hasta que un día, mientras recoges los adornos, y guardas la última brizna de espumillón, recuerdas lo feliz que has sido durante estos días que empiezan mañana y acaban en Nochebuena. Vivir de anticipo tiene sus inconvenientes, pero también sus ventajas. A principios de diciembre la vida es un regalo envuelto en papel brillante.