THtay quien considera al pesimismo una enfermedad del alma, una manía de perfección. Otros, como el carburante que revitaliza al mundo. Lo cierto es que todos los libros importantes y todos los inventos de consideración son fruto de gente descontenta que quiso aportar su granito de arena con el que corregir lo que para los optimistas es intocable, la humanidad. Pues bien, coja usted estos libros y estos inventos, colóquelos en la inmensa columna de la Historia, y descubrirá que forman un gigante.

Bernard de Chartres , allá por el siglo XII, se vio a sí mismo como un enano subido a los hombros de este gigante, capaz de ver más lejos y más claro gracias a que estaba alzado sobre la herencia de los pesimistas. Esta herencia no se estudia en los colegios ni oirá usted hablar de ella en las tabernas. Pero se transmite en la sangre, está en el ambiente. Nos coloca un peldaño por encima de los que vinieron delante. De este modo, los ojos de los hombres de hoy miran a través de los ojos de millones de fantasmas que miraron antes y dejaron escritas en nuestras retinas sus viejas experiencias. Eso explica que las estadísticas de última hora digan que una gran mayoría de jóvenes son más descreídos que nunca, que desconfían de la Iglesia y de las multinacionales, que Dios es para ellos una palabra impresa en la hebilla de los cinturones nazis y en los billetes de dólar, que las religiones del alma y del dinero se fraguan en capillas como la que el asesor financiero del Ayuntamiento de Marbella tiene en una de sus fincas. Esto no es pesimismo. Es la constatación de que somos enanos a hombros de un gigante. Y debemos preparar a los ojos para la luz, y al estómago para el vértigo.