Lo de Cáceres es un milagro. Andaría yo por los doce años cuando oí a unos amigos de mis padres hablar de Cáceres. Ella se llamaba Milagros. De ahí lo del milagro, mi milagro cacereño. Tales eran las bondades que esta buena mujer contaba de Cáceres que la intriga se me despertó por dentro. Y me quedé con la copla, agazapado, a la espera de que pasara el tren. Yo, que ya sabía de las bellezas de Burgos, de Córdoba o de Granada, nada sabía de las cacereñas. Para Milagros, mujer harto viajada, Cáceres era una maravilla a la misma altura que las más bellas ciudades de España y aún de Europa. Pero yo, repasando mis conocimientos de piedras y labras, nada recordaba haber leído sobre Cáceres. Ni una Pulchra Leonina, ni una Sagrada Familia que llevarme a las mientes. Ni, por supuesto, una catedral de Burgos, por entonces, para mí, el cofre del Cid y de la misma España. Nada.

Cáceres no salía en mis libros. ¿Cáceres? ¿Qué Cáceres? Pero la sospecha de que algo se me escapaba estaba ya sembrada.

Desde la habitación 203 se ve la plaza Mayor. Se ve y se te mete dentro. Dos balcones a la plaza y una ventana a la calle general Ezponda. El Pato y la de Bujaco. Un butacón a cuadros y la mirada echada a perder. Allí, oyendo las campanas, las muchas campanas que se oían desde allí, recordé aquel episodio de mi infancia.

Cáceres está huérfana de un monumento bandera, de un Guggenheim o de una Alhambra. De una Giralda o de una Cibeles. Cáceres, al menos la Cáceres monumental, es más, es como Santillana del Mar.

Cáceres es un todo. Un aliento de otro tiempo. Un lego magnífico. Un asteroide colosal, ausente y lejano, de camino al pasado por la ruta de las estrellas. Al menos es lo que parece desde la habitación 203 del hotel Don Fernando.

Las campanas suenan unas a su hora y otras con retraso. La pista de hielo que se ve desde la 203 es un artilugio algo destartalado. Su taquilla a pedales, sus carteles de lona y sus luces de feria.

Desayuno en El Pato. Me vienen a la memoria mis primeras visitas a Cáceres y paréceme que el tiempo le huye a Cáceres. Y al Pato. Paseo. Bajo a la plaza del Duque. Todo (o casi todo) por aquí pide una manita de pintura. Entro en Boxoyo, la librería de viejo. En Boxoyo soy feliz por un rato. Compro un plano de Salamanca del año 1905 y vuelvo a la calle. Calle Sancti Spiritus. Paso por el palacio de Galarza y me paro, una vez más, ante su balcón de esquina, tan bello, tan extremeño.

Subo por Pintores. Las luces de Navidad en Pintores tienden a cutres, y sus formas amorfas despiertan, más que alegrías, melancolías. Lo mismo que un joven que canta y pide en el 12 de Pintores. Mientras él canta y la gente le ignora, el edificio del 16 medio se cae.

Pintores es una de esas señas de identidad de Cáceres, y por Pintores sí pasan los años. Se va apagando. Se alquila. Se vende. En la parada del bus de Cánovas, la de enfrente del quiosco Colón, un cura en sotana habla por el móvil con Dios (supongo) mientras espera (supongo) el bus. Los curas son siempre inciertos. Quiosco y vuelta.

El hotel Don Fernando es un hotelito simpático. Los cruasanes del desayuno están correosos y la alcachofa de la ducha culebrea sola, pero la 203 es una escalera al cielo.

El Arco de la Estrella, desde mi butacón a cuadros, es el punto de fuga para la mirada. La gente sube y baja; fotografía y se fotografía. Baja un grupo de musulmanes y musulmanas (lo digo por los pañuelos). Sube una pareja en chándal (él) y en chandal y abrigo de piel (ella).

Los cojos prefieren subir y bajar por la cuesta que se abre a la derecha. Los coches zumban por el adarve y se pierden hacia Santa María. Pasan muchos coches. No sabía que pasaran tantos coches por lo viejo. Veo anochecer y salgo. Subo, como los cojos, por la cuesta.

Cáceres, tenía razón Milagros, es un milagro. Aún parece que por allí anduviera el Empecinado fusilando realistas y violando doncellas o el mismo Franco asomándose al balcón de los Golfines. Parece.

Me encantan los flameros que coronan las cuatro esquinas de la torre de la concatedral.

Y, a la hora trémula de la media noche, en el más absoluto silencio, cuando callan las campanas retrasadas, me emociona el alma mirar cómo se retuerce la calle Amargura en sus angosturas y en sus soledades.