Las dos fotografías que ilustran esta doble página se obtuvieron, con 59 años de diferencia, en el mismo escenario, el Monumento a los Caídos, en Pamplona. El apogeo de la dictadura frente a la condena de los crímenes del franquismo después de la exhumación de los cadáveres de los generales Emilio Mola y José Sanjurjo.

En la imagen de la izquierda, elevado sobre un estrado, el general Franco pronuncia un discurso al que asisten militares, funcionarios, policías, carlistas y falangistas, representantes de la Diputación de Navarra y del ayuntamiento pamplonés. Además de las gorras de plato, las boinas rojas de los requetés, la cofia de una enfermera, las pelucas y los gorros medievales de los maceros, se descubren las chisteras y los abrigos de los concejales y del alcalde Miguel Javier Urmeneta y la boina de un miope con cara de chivato. El viento agita las banderas. Toma nota en una libreta un periodista (¿del Diario de Navarra, urdidor del golpe del 18 de julio, o del Pensamiento Navarro, reclutador de carne de cañón?).

Hace unos días

El objetivo se abre para mostrar el paisaje la tarde del pasado 19 de noviembre, en la foto de la derecha. Banderas republicanas, pancartas en castellano y euskera que gritan libertad, no al fascismo. Llama la atención el cartel que remata el friso del edificio: sala de exposiciones. Las autoridades no llevan chistera, no hay uniformes. ¿Quién sabe cuántos hijos o nietos de los que acudieron al acto de 1957 están en la manifestación del 2016? Hay quien ve en estas dos capturas fotográficas un resumen histórico de Navarra, la foral, la española, la vasca.

El caso navarro es paradigmático en la aplicación de la memoria histórica en España. La exhumación de los despojos de los generales Mola y Sanjurjo es la reparación de un anacronismo. Ochenta años después de recibir sepultura, 41 de la muerte en la cama hospitalaria de Franco, Navarra ha dado el salto para cumplir de verdad la Ley y restañar heridas.

Queda en el aire qué destino se le dará al monumento donde yacían los generales golpistas y al que se le tunearon las vergüenzas hace muy poco. Solo pronunciar su nombre, Monumento a los Caídos, da escalofríos, muy mal rollo.

Es un templo funerario coronado por una gran cúpula. Se edificó en 1942 con el mejor hormigón en la España del estraperlo y las viviendas de materiales baratos. Hoy, el cartel Sala de Exposiciones oculta, en realidad, la leyenda grabada a cincel de Navarra a sus muertos en la Cruzada.

También queda tapiado el mural esculpido con todos los nombres de los muertos del bando vencedor. En el interior están disimuladas las pinturas alegóricas de las hazañas de los requetés. El foráneo que quiera visitar el templo que lo busque en la plaza de la Libertad, su nueva dirección. Aún resuena en el callejero pamplonés como plaza del Conde de Rodezno, aquel ministro de Justicia que firmó miles de sentencias de muerte.

Durante casi seis décadas, los cadáveres de Emilio Mola y José Sanjurjo han reposado juntos en la misma cripta. No eran los únicos: también se veneraban a los muertos bendecidos por el Régimen, militares, carlistas y algún alistado forzoso. Entorno al mausoleo erigido a los dos generales, dormían el primer navarro caído en la batalla, como también el más joven y el más viejo, o el primer sacerdote. Muy acorde con una época fratricida, salvaje, tan inconsciente que lanzaba a la batalla a soldados de 20 años confiados en la inmortalidad que les ofrecía la medalla del detente bala. No se detenía, no.

Aberzales en el cambio

El zurcido sobre la piel de esta comunidad foral ha tenido por cirujanos al alcalde de Pamplona, Joseba Asirón, de EH Bildu, y la presidenta Uxue Barkos, de Geroa Bai. Dos aberzales con un equipo médico reforzado por sus propias coaliciones, además de representantes de Podemos, Izquierda Unida y PSN.

No ha sido fácil la intervención en una tierra que, sin ser escenario directo de la guerra civil, dejó en las cunetas más de 3.000 desaparecidos durante las venganzas de 1936.