En los hospitales los enfermos comen como tales; o sea, en función del derrumbe que amenazan. No recuerdo haber estado ingresado en hospital alguno. Miento. Una noche dormí en un hospital en condición de enfermo pero, para mi desesperanza, me largaron con solo el desayuno. No hubo opción a más. Y si la hubo, y si miento más, no lo recuerdo. Pero, como cada vez son más frecuentes mis visitas a los desgraciados que son hospitalizados, lo tengo olido. Huele como a hervido. Por mis escudriñas he llegado a concluir que no todos los hervidos son de la misma calaña. Los hospitalarios son más bien de la peor. Nada memorable, salvo ese intenso olor a caldo sin entrañas. Eso, y la falta de grasa. Al fin y al cabo, comer es mezclar un fundamento (sea carne, pescado, cereal, legumbre o verde) con una grasa. Y la alegría del plato está siempre en la voluptuosidad de la grasa que lo sostiene y lo corona. En la voluptuosidad, la sabiduría y la gracia con que se ha tratado esa grasa. Así que recelo y tiemblo cuando aparece la bandeja de mis buenos amigos ingresados, a los que llaman pacientes con mucha razón.

Pero no hace falta estar enfermo para tener que comer (o cenar) en un hospital. Así que antes de caer en el desánimo absoluto, visto lo visto y olido lo olido, procuren pensar rápido. No habiendo posibilidad de huir, céntrense en localizar la cafetería. La palabra bar es impropia de un centro sanitario. No obstante, en el fondo, la cafetería de los hospitales viene a ser como el bar de las facultades (sin naipes) o como el bar del barrio (sin el vecino del quinto). Lugares de socorro, auxilio de caminantes, pañuelos de lágrimas. Un minuto en fuga; ese momento para hablar con cierta libertad de cuanto le ocurre al enfermo y de barruntarle el futuro. Una ráfaga de aire medio fresco entre las miasmas de la enfermedad. Uno da por sentado que no es un entorno especialmente cómodo ni divertido. Es una solución de urgencia, un lugar de irás y no volverás y, a veces, una extraño templo donde meditar sobre la vida y la muerte.

MATAR EL HAMBRE // Es verdad que, en general, con matar el hambre nos damos por contentos. Uno, ya de entrada, sospecha que faltará fundamento y faltará grasa. Suelen ser autoservicios de rancho. Nadie aspira a comer el resto de sus días allí. Primero, y fundamentalmente, porque son parte de la enfermedad del padre, del amigo, del hermano,...; y segundo, no hará falta repetirlo, porque no suelen ser menús ricos en grasa. No obstante, traigo aquí el que se sirve en la cafetería del Hospital Universitario de Badajoz porque me resultó grato. Grato dentro de las lindes que las circunstancias marcaban. Como era de sospechar me quedé con hambre, pero tampoco parecía razonable salir ahíto. Todo fue razonablemente luterano. Morigerado. De primero unos fideos con algo de vida marina que estaban sabrosos. En el menú ofrecían también lentejas, que no me parecieron mala opción, y un salpicón de marisco del que omito la opinión. De segundo un par de filetillos de lomo empanados para nada malejos. Filetillos con acento en illos. La pescadilla rebozada, la alternativa, no me entró por el ojo. Pescadilla con acento en illa. Un buen arroz con leche, que pudo también ser una pieza de fruta o uno de esos postres lácteos ya envasados. El precio, magnífico, siete euros con veinticinco céntimos.

En las otras mesas la gente comía al paso. Llenaban las bandejas, buscaban acomodo con gesto mecánico y callaban. Algunos masticaban ausentes mientras manejaban el móvil. Gente sencilla de aquí y de un poco más allá. Gente de los pueblos. Un cartelito pedía por favor que se llevaran las bandejas a los carritos. Un camarero iba recogiendo las que nadie tenía a bien recoger. Otro cartelito ofrecía el uso de la tostadora. Y el silencio.

Gracias a Dios, mi amigo ya está en casa. Con hambre, pero en casa.

Imágenes del restaurante del hospital Universitario de Badajoz

Imágenes del restaurante del hospital Universitario de Badajoz