El 26 de abril de 1882, Charles Robert Darwin fue enterrado en la abadía de Westminster. Habían transcurrido apenas 23 años desde que, con la publicación de El origen de las especies, el naturalista inglés dinamitara un buen número de dogmas religiosos al ofrecer una explicación del mundo en la que la intervención divina dejaba de ser necesaria. En ese tiempo, las principales autoridades de la Iglesia anglicana ya habían asumido que la evolución era un hecho cuya refutación resultaba insostenible. Lo conveniente, entendían, era buscar el modo de hacer compatibles los hallazgos de Darwin con la fe.

A partir de ese momento, religión y naturaleza iniciaban caminos distintos. Pero esa separación no ha impedido que, dos siglos después del nacimiento de Darwin, la Iglesia quiera formar parte de la celebración y haya emprendido iniciativas con el propósito común de afirmar que la ciencia y la fe no son excluyentes. El programa más ambicioso es del Vaticano, con un congreso internacional en Roma del 3 al 7 de marzo, que valorará de forma crítica 150 años después La evolución de las especies. La conmemoración del 200º aniversario del nacimiento de Darwin tendrá su epicentro en Londres, donde, en el marco de la exposición del Museo de Historia Natural, se celebrarán actividades.