TEtl lenguaje de la brevedad se ha impuesto en estos tiempos de urgencia. En lo literario hemos pasado de la novela caudalosa del siglo XIX --publicada por entregas semanales-- y de las vanguardias del XX para desembocar en el idioma elemental de Twitter, donde el exceso de palabras no solo está mal visto sino también prohibido. Esta no es época para la novela demorada de Proust sino para el apremio de esos 140 caracteres que se consumen con la rapidez de un pitillo en boca de un adicto a la nicotina.

"Si usted quiere expresarse con muchas palabras, se ha equivocado de época", parece ser la consigna. "Hay tantos frentes de lectura abiertos que no podemos detenernos demasiado en ninguno de ellos", parece ser la cruda conclusión.

Si tuviera que elegir un héroe de la economía del lenguaje, no lo dudaría; me quedaría con Hamad, un jeque árabe que ha escrito su nombre en la arena de una isla de su propiedad. Y si bien con pocas palabras --una sola, en realidad--, lo ha hecho por todo lo grande. Prueba de esa grandeza es que su autógrafo mide 3 kilómetros y las dos primeras letras, la H y la A, son canales navegables para que paseen los barcos de recreo.

Si bien la escritura de este jeque no está a la altura de los cuentos de John Cheever , la novela de Faulkner o la poesía de Kavafis , al menos se lee desde las alturas. Literalmente: su nombre puede verse en Google Maps o desde un avión.

Hamad desea lo que tantos escritores: dejar su nombre para la posteridad. Los primeros aspiran a lo eterno gracias a su presunto talento mientras que el jeque, más prosaico, lo ha logrado echando mano de su billetera.