Acabaré claudicando, quiera o no quiera, porque las casas no son infinitas, ni los suelos tan, nunca el tiempo, así que la fórmula de la velocidad aquí no tiene sentido. No veo la utilidad de llevar trescientos libros almacenados a la espera de su lectura, ni necesito consultarlos al mismo ritmo que los buscadores de internet. Leer es un ejercicio de morosidad, de tiempo detenido. Una buena historia, un verso certero, un diálogo bien construido te abstraen del mundo exterior para incluirte en el suyo. De eso se trata cuando se escribe. Esa es la intención del escritor.

Así que, qué más da el soporte, si lo que incluye es lo mismo. Otra cosa es el mercado, la ley, la piratería. Se había ganado la batalla a las fotocopias creyendo que habíamos vencido la guerra, pero no.

El problema empieza ahora, y el espacio siempre acaba machacando por goleada absoluta. No se puede vivir entre estanterías combadas, ni estrechar el pasillo con barricadas de libros. Otra cosa son los ritos, la maldita costumbre de rebuscar en las librerías, de oler los libros nuevos, del tacto del papel, las dedicatorias en la primera página y esas hormigas de letras que tu padre dejó al margen de las Catilinarias, por ejemplo, glosas de un tiempo que nunca va a volver. Ya se sabe, la nostalgia, ese inútil pasatiempo.

Mientras tanto, las ciudades empiezan sus ferias y sacan los libros a las calles. Aprovéchenlo. Disfruten. Toquen. Recuerden que nunca se sabe cuánto puede durar lo bueno.