Andaba yo por Murcia cuando sucedió que comí muy bien; hecho que, por sí solo, merece el santo jolgorio de, después de digerirlo, contarlo. La santa bulla de compartirlo con ustedes, amables lectores. Lectores y visores, porque en la edición digital de este periódico encontrarán una tan larga galería fotográfica como largo fue el menú fotografiado.

Y del hecho al dicho, o sea, de la anécdota a la categoría. Sucedió que hubo, entre plato y plato, ocasión para meditar sobre algunos de los lugares comunes que nos asaltan cuando hablamos de gastronomía. Primera reflexión. Una vez más. Y vuelta. Porque nunca está de más. Hete aquí que en todas las tierras cuecen habas, y, aunque no sea a calderadas, en todas se come maravillosamente. El rollito castrante de «cómo aquí en ningún sitio» me resulta patético. Es el huevo de la serpiente. Por supuesto, lo nuestro es, además de cojonudo, lo nuestro. Eso no lo pongo en duda. Pero creer que lo nuestro resulta, sin mediar razonamiento alguno, en toda ocasión, mejor que lo ajeno es propio de gentes simples y dadas al papanatismo.

Y segunda reflexión. La cocina creativa y sus platos de a cien gramos escasos. Con independencia de los colores, que para eso están los gustos, es evidente que quien come ocho platos de a cien gramos viene a comer más que quien come un chuletón de ochocientos gramos (salvo que se coma el hueso). Y, sin duda también, come distinto. Con todo respeto, por supuesto, a los defensores de la monogamia (en la cama y en el plato).

Reflexionado lo cual, vayamos al pan. Murcia, restaurante ‘Local de Ensayo’. Un chef conocido por estos lares en un barrio algo perdido. Un local sencillo, tirando a mínimo (no más de treinta comensales). Decorado tal y como se estila hoy, pero con el detalle soberbio de los libros de cocina en sus estantes (letras como banderas al viento). Cocina vista y vocación de crear, de hacer algo distinto, de enamoramiento.

Solo tres menús. Tres precios. A más precio, más platos. Menú Bradicardia (sic), el largo, 65 euros sin maridaje; 75 con maridaje. Siete aperitivos, siete primeros platos, un pescado, una carne, y cuatro postres. Y aquí toda mi admiración a quienes escogen el camino difícil. Preparar y servir semejante menú es una obra titánica que repiten día tras día. Y no sé muy bien si económicamente es sostenible. Vaya pues por delante mi rendido parabién por la voluntad de asumir el reto.

¿Lo mejor, lo peor? De los veinte platos servidos --por cierto, en veinte vajillas distintas-- todos tuvieron su porqué. Todos repletos de guiños a la culinaria tradicional murciana y cartagenera; todos bellos o bellísimos y todos sabrosos o sabrosísimos. Todo repensado. El cocido murciano, la tortilla de alcachofa, la croqueta de tomate, la galleta de chiquillo de chato murciano y michirones, la berenjena al ajo negro, el pulpo sobre crema de sobrasada, el erizo con guisantes,… Esa yema campera con setas y una manta de trufa… Ese guiso de trigo con cigalas… Esas lentejas con chipirón relleno de morcilla de cebolla.… Hago un alto para llorar… La corvina sobre crema de caldero cartagenero, el solomillo de gamo con migas de foie… Entre los postres, amén de otras fruslerías, brilló la inteligente recreación del típico paparajote; una deconstrucción, ¡qué palabra tan fea!, en la que se puede comer hasta lo que se supone que es la hoja del limonero. En fin, una escandalera de tres horas largas de ñampa zampa y todo a buen son.

Termino con el vino. El día antes de publicar envío algunas fotos a mis amigos para que vayan abriendo boca. Muy acertadamente, Jaime Fenollera, amigo sabio, comensal de perfiles clásicos, se fijó en el vino. Efectivamente un vino argentino, Don David, de uvas torrentés. Pedí el sauternes de la carta, pero no lo tenían; me recomendaron este y me resultó especialmente grato. Complemento dulzón y perfecto para libar cuando alguno de los bocados se me puso de manos. Memorable todo.