TAtños atrás asistí a diario a un centro de salud para recibir tratamiento, y en uno de esos días una señora para mí desconocida empezó a hablarme de un tal Anselmo . ¿Quién era ese Anselmo? Ni idea. Era obvio que aquella señora me había confundido con un amigo suyo. No quise sacarla del error y le pregunté qué tal le iba (a él, a Anselmo). La mujer no ahorró detalles. A partir de entonces mantuve varias conversaciones con ella (que eran más bien monólogos, porque yo no me atrevía a intervenir) sobre nuestro conocido común . ¿Por qué seguí aquel juego? No lo sé. Quizá porque me pareció una descortesía confesarle que yo no era quien ella creía. Sacarla de su error ¿no sería una forma de hacerle saber que empezaba a chochear? Además, ¡yo no sabía que me la iba a encontrar a diario! En fin, al cabo de las semanas me hizo una pregunta básica sobre Anselmo que no supe responder. Saqué fuerzas de flaqueza y confesé con mucho rubor que al tantas veces nombrado Anselmo yo no lo había visto en la vida. La mujer me miró fijamente mientras pensaba que yo era un perfecto idiota. No volvió a saludarme.

Aquella situación la viví como un mal trago, pero sirvió para ratificarme en la idea de que no merece la pena mentir, porque quien miente un día se ve en la obligación de mantener esa mentira el resto de su vida. En ocasiones me he metido en algún brete por ser demasiado sincero, pero no me arrepiento. Entiendo los inconvenientes de expresarme sin dobleces, pero prefiero recibir un tirón de orejas por defender mi verdad a tener que volver a hablar del insigne Anselmo, a quien sigo sin conocer y ni falta que hace.