Las ciudades se conocen por sus mercados. No hace falta ser Marco Polo para caer en tal convencimiento. Mercados, ferias, zocos, baratillos, tenderetes, rastros y, como quiera que se les llame, son el espejo del alma de las ciudades que los sostienen. Viajar es visitar mercados. Por ejemplo, la Boquería; no se puede conocer Barcelona sin pisar la Boquería. Lo mismo puede predicarse del rastro madrileño. Del Gran Bazar de Estambul o de Camden en Londres. Ellos son la ciudad. Destartalados o más o menos peripuestos, caóticos o de rigor milimetrado, pujantes o venidos a peor suerte, ellos son la ciudad misma.

Y en todos se come; lo demás suele ser secundario. Se compra para cocinar o se come lo que allí se cocina. Se come como el que comulga. Es parte del rito. Ostras en el Mercado de la Piedra de Vigo o litronas de naranja en la plaza Jemaa El-Fna de Marrakech.

Luego están los mercados gourmet. Una simpática manera de poner al día lo que el viento de la modernidad se estaba llevando. Un intento de recuperar para los mercados de abastos la etiqueta de lugar de encuentro, de saludo, de convivencia, de fiesta. Una fórmula con tantas variantes como intentos. Una fórmula que no siempre cuaja, que tiene sus propios fantasmas en el armario y que, sin embargo, está en el anhelo de muchas ciudades que han visto como sus mercados tradicionales languidecen o, simplemente, cierran por falta de ventas. Por ejemplo, Cáceres. Por ejemplo, Badajoz.

En la ruta de las Españas se va viendo de todo. Estos últimos días he tenido ocasión de visitar cuatro modelos distintos y de dispar éxito. Al visitarlos pensaba en Extremadura, en si en mi tierra pudiera hacerse algo más o menos parecido. En Madrid, Platea. Es el proyecto más radical; recupera un antiguo teatro para la gastronomía y el ocio nocturno. Sin duda es un entorno moderno y bello, aunque luego lo de comer sea un tanto caótico. Si te empeñas en comer percebes, o los acompañas de vermut o te toca peregrinar al puesto de los vinos. Es como Madrid, grande, urgente, de neón y pujante. Evidentemente de números muy distantes a los nuestros. En Murcia, el mercado de Correos. Solo gastronomía en el antiguo edificio de Correos (muchos años abandonado). Tirando a caro y tirando a malo. Abierto hará unos meses, de momento está repleto de señoritos (as) olisqueando. Sospecho que no cuajará. En Bilbao, el Mercado de la Ribera. Sus diez mil metros cuadrados lo convierten en el mayor mercado cubierto de Europa, y no es una bilbaínada (o sí). Es el mercado de siempre, pero con galerías completas dedicadas a la manduca, a la tapa y al bebe que te llenes. El mucho tirón turístico de la villa mantiene a reventar los locales (incluso las innúmeras carnicerías donde se venden descomunales chuletones). Y más cerca, en el mapa y en los perfiles, en Salamanca, su Mercado Central. Otro centenario mercado de abastos maqueado con gusto. Gente de por allí y la vena poderosa de los turistas que buscan los embutidos salmantinos. Un lugar con cierto encanto, con un par de barecitos, sencillo, pero concurrido desde el punto de la mañana; probablemente el modelo que con más papeletas de éxito cabría importar, mutatis mutandis, en las ciudades extremeñas.

En definitiva, es un problema de cuartos. No de en cuántos cuartos dividir el espacio de los mercados, sino de cuántos cuartos están dispuestos a gastarse los paganos del invento. La situación del mercado de la Ronda del Carmen es palmaria. Alejado de las rutas de los turistas, define a la ciudad y a su atrofiado músculo económico. Plasencia, Coria, Almendralejo,… Y Badajoz. La reforma del antiguo Hospital Provincial para mercado y otro batiburrillo de cosas más es, ya de entrada, prueba de que hemos escogido un edificio absolutamente impropio para el fin previsto. Mal empezamos. Luego está, por supuesto, comprobar si en Badajoz hay bolsillo para un supuesto mercado gourmet o, al final, el asunto se va a limitar a algo más parecido a un mercadito de abastos con un par de bares. Y los churros congelados.