La cruzada veggie, con una cada vez mayor militancia en el vegetarianismo, veganismo y variantes (crudiveganos, flexitarianos, frugívoros, pescetarianos…) se expande entre la juventud capitaneada por la sección femenina. Las chicas abanderan la causa mientras ellos se mantienen en un frente de resistencia. «Les cuesta más dar el paso porque comer carne se relaciona con el estereotipo del machote. Las barbacoas siempre las hacen ellos, pero la mayoría huye de las cocinas», esgrimen Teresa y Patricia, de 21 años. Muchas de sus amigas -ningún varón- comparten su mundo verde. «Dicen que es cosa de pijos o de hippies, pero no es así. Y tampoco será una moda pasajera. Es una convicción», afirman.

El perfil predominante, en general, son chicas de 20 a 30 años y universitarias, aunque hay gente de todas las edades y también hombres.

La granja de cerdos

El portazo a filetes entre púberes y jóvenes está sembrando inquietud en algunas familias. «Mi hija vio el programa de Évole sobre la granja de cerdos y dejó de comer carne. Por solidaridad con los animales, me dice, y sus amigas, lo mismo. Ha adelgazado mucho y nos preocupa -dice un padre angustiado-. Queremos convencerla al menos de que se haga una analítica».

Marta lleva tiempo lidiando con las restricciones nutritivas de sus dos hijas, una vegetariana aspirante a vegana, y otra, obsesionada por la comida sana, la llamada ortorexia. «La primera empezó a los 17 años con renuncias progresivas. Empezó por la carne, que justificaba por defensa de los animales, y siguió con la leche, los huevos, el pescado…». Un análisis certificó déficits de hierro, vitamina B y D. «La nutricionista nos dijo que le faltaban proteínas. Ahora cuando me habla pestes de la industria cárnica, la replico: ‘¿Acaso es mejor atiborrarte de pastillas químicas por tus carencias?’».

Esta madre capea con firmeza la situación: «Le dije que no me complicara los menús y, como no tiene tiempo para organizarse, debe adaptarse a los míos». Tiene claro que su otra hija, adicta a la healthy food, ha sido abducida por los influencers, los realfooders que son legión en la red. «Yo voy al súper y miro el precio. Ella, las etiquetas, las composiciones, que si los azúcares saturados… ¡Son unos pesados!».

Turno para las protagonistas. Teresa y Patricia piden respeto para una opción que, en su caso, es ideológica. «Mi padre -explica la primera- me inculcó la preocupación por el medio ambiente y siempre me han gustado los animales. Me documenté y me corroía la conciencia. Algo no encajaba, vivía en una hipocresía y decidí cambiarlo».

El inicial desvelo paternal desapareció con las favorables analíticas. «Yo era supercarnívora y mis platos favoritos siguen siendo el cordero y las codornices, pero por convicción ya no como». Su opción, única en su casa, la obligó a acercarse a los fogones. «He descubierto que me encanta cocinar. Y se pueden hacer mil cosas pero somos vagos con verduras y legumbres. Se podría innovar».

La joven atrajo para la causa a su amiga Patricia, que a los 19 años, de un día para otro, plantó las chuletas, para desconcierto de su parentela. «La familia te asusta. Que si tendría anorexia... Hasta que los análisis salieron incluso mejor que antes». Su amiga Teresa se queja: «¿Por qué a los vegetarianos siempre nos preguntan sobre la salud y a los carnívoros no? Igual ellos están enfermos».

«¿Aún sigues con la dieta esa?», cuentan que les repiten los allegados. «Mi padre no me entiende. Dice que es una tontería, que siempre se ha comido carne. Pero antes no había tantos recursos -expone Patricia-. Si puedo vivir sin matar a nadie, deben respetarlo. Se contamina más con los alimentos para las vacas que con el tráfico, pero no lo dicen por los intereses que hay».