TCtuando subo a un taxi nunca sé con certeza si lo hago en condición de cliente o de rehén. Depende de la circunstancia, o lo que es lo mismo: depende de talante del conductor. Hay taxistas maravillosos que solo aspiran a hacerle amable el trayecto al usuario. Otros, sin embargo, viven en su burbuja y te miran con recelo desde la primera toma de contacto, como si fueras un intruso que ha subido a su vehículo para robarles su espacio vital o, en el mejor de los casos, el cenicero. Son esos taxistas que estampan su rostro cejijunto en el retrovisor interior cuando les pides que bajen el volumen de la radio o suavicen la potencia del aire acondicionado. Algunos consideran tus peticiones no como una sugerencia legítima sino como una declaración de guerra, y entonces se encastillan como un disc-jockey de house al que le han pedido por enésima vez una canción de Estrellita Castro . A los taxistas no conviene declararles la guerra: siempre ganan ellos porque siempre juegan en casa. Es mejor ir en son de paz y subir a un taxi pertrechado con tapones para los oídos y un abrigo de zorro polar (incluso en verano).

El otro día me tocó en suerte un tipo de taxista bastante peculiar: el sabio locuaz. Subí a su vehículo en Atocha y cuando llegamos a las Torres Kio ya le había dado tiempo a disertar sobre la influencia de Jesucristo en el imperio romano, el conflicto árabe-palestino y las manifestaciones de los profesores. Todo muy interesante. Si yo fuera director de un programa televisivo lo contrataría en sustitución de alguno de los actuales contertulios mediáticos, que serán locuaces pero distan de ser sabios.