Habíamos desistido de emprender el viaje en tren ahuyentados por los retrasos a los que Renfe tiene castigada a la región sin esperar que nuestra estancia en el Aeropuerto Adolfo Suárez se prolongaría durante casi tres horas porque la compañía Air India no acertaba a encajar una de las puertas del mastodóntico avión que habría de llevarnos a Delhi. La tortura de la impuntualidad volvía a castigar a los extremeños en este viaje al otro lado del mundo organizado por la delegación de Extremadura, Andalucía, Ceuta y Melilla de la Fundación Vicente Ferrer, que auspició uno de los jesuitas más universales que ha dado la humanidad y cuyo legado es la más grande lección de entrega y solidaridad jamás imaginada.

Llevaba la fundación varios meses organizando este destino para una delegación de 32 personas de diversos ámbitos profesionales con la intención de que conocieran la obra que realizan en Anantapur, donde funcionan la inmensa mayoría de sus proyectos. Finalmente el avión emprendió su ruta y a la llegada a Delhi otra sorpresa nos esperaba: más retrasos para el próximo vuelo que nos tenía que conducir a Bengalore. La larga estancia en el aeropuerto, después de toda una noche viajando, da aunque no lo crean para mucho. Delhi es una ciudad moderna, avanzada tecnológicamente. Desde los grandes ventanales de la terminal, el sol de la India luce con intensidad, mientras los viajeros hablan desde sus móviles, leen las últimas novedades editoriales y el personal aeroportuario atiende con trato exquisito.

De madrugada llegamos a Bengalore y desde allí, dos horas en coche para pisar la fundación. Atravesamos aduanas, controles de pago con los que dejaremos atrás Bengalore, una ciudad moderna en la que empresas como Canon o Toyota están asentadas con éxito y la publicidad del nuevo Iphone X inunda los grandes luminosos.

Son casi las cuatro de la madrugada cuando los voluntarios de Vicente Ferrer nos reciben en un albergue de Anantapur en el que nos han dado refugio y espanta mosquitos, que aquí esos bichos son como tigres. Nada importa porque al fin estamos en este lugar donde dicen que los dioses buscaron refugio para que los hombres obtuvieran de ellos su infinita sabiduría.

En esta India en la que ahora es primavera sienta bien la ducha fría, la cama modesta, el desayuno que es como una fiesta para estómagos dispuestos a alcanzar la felicidad. Amanece en la fundación, en la que trabajan 2.400 personas que atienden a unos tres millones de personas.

Algunos de ellos están en Moolapalli, un poblado en el que viven 70 familias de castas medianas social y económicamente atrasadas a las que la fundación ha ayudado a construir sus casas. La mayoría de ellas se mantienen de la agricultura y gracias al esfuerzo de la obra de Vicente Ferrer los niños pueden ir a la escuela y muchos ya han logrado un master en la universidad. La visita al poblado llega al corazón. Los pequeños se hacen selfies, los mayores reciben a la expedición con café, té y galletas. «Parecíamos perdedores y al final éramos ganadores», exclaman los vecinos orgullosos de su envidiable superación.

Vepamanipeta será la próxima parada del día. Allí la fundación se emplea a fondo en el programa ‘De mujer a mujer’. El último caso sobrecoge: el de una niña de 15 años que capturaron cerca de Bengalore. Primero la engañaron y después la drogaron. Se despertó dentro de un prostíbulo. Han logrado rescatarla. Puede que no salga indemne del desastre, pero mucha gente está tratando de integrarla, llevarla a una escuela, darle un soporte psicológico para que no sea señalada de por vida. Otras muchas mujeres del proyecto, con apoyo de estos ángeles apellidados Ferrer, tienen un negocio propio, logran ahorrar un euro al mes, abrir su cartilla, ir solas al banco o comprarse el sari que les gusta sin que sus maridos las fiscalicen. Los testimonios conmueven mientras los dedos de todas ellas pintan en nuestra frente un bindu: ese punto final que hoy nos bendice.