Robert Edwards parece un buen tipo. Canas, gafas de sabio, traje chaqueta y corbata, como si fuera normal, uno más entre nosotros. Es lo que tiene ser un enviado de Lucifer, que enseguida aprendes a camuflarte. Nada de cuernos, rabo o risa estentórea. Solo probetas, microscopios, y quizá alguna bata blanca, para disimular las malas artes. Y mucha, mucha financiación privada, porque ni siquiera su país se atrevió a apoyar su proyecto: la primera fecundación in vitro de un óvulo humano. Ahí es nada. Abracadabra, una vuelta más al cucharón de la pócima mágica, y el maldito consigue fertilizar un óvulo humano en el laboratorio. Los brujos son incansables. Se empieza diciendo que la tierra es redonda y se acaba sacando niños de tubos de cristal, como conejos de chisteras. Así nos va, dice el Vaticano. Casi cuatro millones de personas han nacido gracias a esta técnica diabólica, a esta fría conjunción de la ciencia que se atreve a desafiar el castigo divino. Quién es Edwards para dar vida, o para ofrecer esperanza a los padres estériles. Cada persona debe ser capaz de cargar con su propia tara, con la marca o el defecto que le ha sido dado en su nacimiento. Si Dios, cualquiera que sea, no concede hijos, que nadie ose crearlos con polémicos experimentos. Pero ahí le tienes, sonriendo, orgulloso de haber recibido el premio Nobel de Medicina, ocultando el olor a azufre. La Pontificia Academia de la Vida (vaya nombrecito) dice que es una decisión completamente fuera de lugar. Y de tiempo, añado yo. Se lo han concedido con treinta años de retraso, pero al menos se han atrevido a hacerlo. Et tamen movetur . Bendito sea.