TEtstaba yo tan agustito viendo una obra de teatro cuando en la oscuridad de la sala se me despertó la conciencia. Vaya por Dios. Sobre el escenario, una actriz interpretándose unas veces a sí misma, otras a su prima, a su sastra y a la madre que la parió. Ese fue el desencadente. No crean que es que me dió un aire y que con la que está cayendo me quedé sin tema, es sólo que de repente la conciencia se me puso chula y le dio por gritarme: justo eso es lo que está pasando en política y en cultura y en casi todo! Y yo, que también tengo un pronto, me puse farruco y le repliqué: por qué no te callas. Pero ella, erre que erre. Fíjate, me dijo, que con esto de la crisis no verás ni una obra con más de tres actores sobre escena, obligados a apañarse con dos donde antes eran necesarios quince. Sí, es una pena, dije yo, pero si no te importa, estoy viendo una función. Pero la tipa iba a lo suyo: qué coño pena, insensato; no te das cuenta de que cuantas más veces vea el personal la misma cara menos le importa lo que diga y más el peinado que lleva y si se pone botox o se lo deja de poner. Por eso en la tele siempre verás los mismos rostros, en las ferias de libros a los mismos escritores y en los carteles electorales los mismos caretos con la misma sonrisa. Da igual, a nadie le importa un carajo. Fíjate que si la inyección económica que dan a los coches y a los bancos la dieran al teatro, al cine, a los libreros, a la música, incluso este pequeño espectáculo podría convertirse en una mediana empresa y la rueda de la economía giraría de nuevo. Pero, claro, eso al señorito se la trae al fresco, mientras no le salpique. Y ahí ya no pude ma? Me levanté, llamé al acomodador y entre los dos pusimos a mi conciencia de patitas en la calle. Menudo soy yo.