TCtuando me casé hice todo lo que me ordenaron mis padres. Entre las tradiciones inexcusables que me sugirieron estaba la de pedir la mano de mi mujer. Para ello, hubo que comprar una joya. Una tarde me llevaron a un piso céntrico, llamamos a la puerta, salió un señor muy educado con acento andaluz, nos pasó al comedor de la casa y allí, entre aparadores y mantelitos bordados, desplegó unos envoltorios de terciopelo y aparecieron decenas de anillos con diamantes. Se trataba, en fin, de un joyero cordobés de los muchos que expenden su mercancía en pisos francos de Extremadura.

Pero esto de las ventas en casa no es algo exclusivo de los joyeros. En realidad, las ciudades extremeñas están repletas de pisos francos donde se vende ropa de marca, ollas mágicas de cocción supersónica y hasta creaciones multimedia de primera categoría. Las reuniones en pisos para vender son un entretenimiento tradicional que comenzó en Extremadura hace más de 30 años con las merenderas de Tupperware, siguió con los cepillos para el pelo y la ropa de Stanhome y culminó con las ollas de la Otan, unos artilugios cocedores muy curiosos que preparaban una fabada en la mitad de tiempo que la Magefesa. Hoy, sigue habiendo pisos francos donde puedes encargar un bizcocho, darte unas friegas, curarte un esguince o pedir que te hagan una página web. Y más que economía sumergida, son una suerte de entretenimiento, una manera de conocer gente, de hacer visitas, de disfrutar de la provincia, ese lugar donde siempre hay alguien que te participa su secreto.