Una cosa es torear y otra dar pases. Torear es conducir la embestida del toro. Para eso, dependiendo de sus condiciones se le adelanta más o menos la muleta y se le trae metido en ella, ajustándose el diestro en el embroque, pasándoselo cerca. Después, el trazo del pase debe ser hacia abajo, lo que da profundidad. Con temple, llega el final del muletazo, el remate, que es trascendental. Sucede un suave giro de muñeca y es lo que permite que el torero no tenga que perder pasos. Aparece entonces la ligazon y por tanto la intensidad.

Dar pases es otra cosa. Los pases, a veces se los da el toro a sí mismo. Hay toros codiciosos, buenos, que embisten sin cesar. El torero parece una noria, porque gira con el animal, pero al muletazo le falta ese final por abajo. Por supuesto, el toreo resulta atrabiliario, ayuno de interés y de belleza.

Ginés Marin toreó al sexto. No dio pases. Toreó. Además, fue ese un astado al que tuvo que mejorar pues su tendencia era a quedarse corto en los primeros compases de la faena. Era bonito por delante, acucharado de cuerna, y tomó con celo el capote del oliventino. Verónicas y chicuelinas. Se dejó en el caballo.

Con dos pases por altó comenzó Ginés la faena, y siguió a media altura. Inmediatamente se echó la muleta a la zurda, tenía que perderle al principio pasos hasta que pudo llevarlo. Quería prodigar ese final suyo del muletazo pero el toro no acababa de seguir la muleta por abajo. Con la diestra y otra tanda al natural, faena a más. Esfuerzo del torero, consentía al animal, tiraba de él y lo llevaba embraguetado. Faena con contenido, buena la colocación y el ajuste, de mucha vibración, en la que el torero puso mucho. Bernadinas finales, gran estocada y oreja a ley.

También toreó con verdad a su primero. Lo llevó con primor a la verónica, suerte que Ginés domina a la perfección. Era un manso que se puso reservón ya en banderillas. Metía el hocico entre las manos y escarbaba.

Fue precioso el comienzo de faena, doblones de rodilla genuflexa de mucho sabor. Había ajuste, se lo pasaba cerca. En redondo, se le acostó el animal cuando lo llevaba con la diestra y embestía con el pitón de fuera. Tras mucho consentirlo le cuajó dos buenas tandas al natural pero el esfuerzo quedó en nada por el mal uso de la espada.

Sebastián Castella dio pases y pases, muchos pases. Tuvo el mejor toro de un encierro que, hasta ese quinto, dejaba mucho que desear. Fue un astado de bonitas hechuras, bajito, que tuvo codicia durante casi toda su lidia, pues ya al final hizo un ademán de aburrirse. Mereció ese animal otro trato.

No andabas sobrado de fuerzas el de Santiago Domecq, le hizo un quite por chicuelinas que no le ayudaron a asentarse. Pero en la muleta embistió muy bien. Lo más potable de la labor de Castella fue el comienzo de faena, con doblones de rodilla en tierra ganando terreno hacia los medios. A partir de ahí comenzó lo anodino. Series de no más de cuatro muletazos y el de pecho, sin ajuste, sin profundidad, sin remate, sin mando, sin alma. Para qué vamos a seguir. Ante el segundo, primero de su lote, que tenía clase pero pocas fuerzas, el francés tuvo que abreviar.

Antonio Ferrera abría cartel pero pechó con dos toros de nula condición. Lo corto del cuello del primero ya decía que no iba a humillar. Y así fue. Lo tuvo que torear a media altura con el capote, y así comenzó la faena de muleta. Era un toro muy desclasado, llevaba la cara a su aire y no iba hasta el final. En esas estaba el paisano, que no se aburría y consiguió una tanda al natural muy meritoria, prolongando una embestida de poco recorrido. Muy por encima de un astado rácano por descastado.

El cuarto, en lenguaje coloquial, es lo que se conoce como un mulo. Toro con fuerte querencia a tablas y a chiqueros, tuvo una absoluta falta de celo.