Existe otra Navidad, aunque nos parezca imposible. No hace falta viajar al Caribe o refugiarse en cualquier país no invadido por la estética de Papá Noel. Solo basta proponérselo, sin más desembolso económico ni equipaje que las ganas de hacer algo distinto. Para empezar, no es necesario llevarse la cama turca a diario a los centros comerciales ni girar como bobos en las rotondas de acceso. Se puede evitar ser abducido por el hilo musical y las riadas de gente que emergen de las escaleras mecánicas. Basta hacer la compra grande un día y dedicar el resto a pasear sin prisa por calles donde la música no taladre los oídos y la luz se refleje de forma natural en los escaparates. Tampoco es vital para nuestra supervivencia reunirnos a cenar y a comer con personas a las que apenas vemos en todo el año. La acidez resultante a veces no tiene nada que ver con el empacho de comida, sino con el esfuerzo de buscar un tema en común con quienes habitan en otra galaxia. También podemos evitar la agenda saturada de cosas que no debemos perdernos estas Navidades, desde el último estreno hasta el concierto en el que cabeceamos hartos de la enésima comida con esos amigos invisibles cuya invisibilidad a ratos desearías. Es fácil evitar esas costumbres que acatamos año tras año, fieles a la condición de ovejas. Basta dejar de seguir la senda y apartarse un poco. Salir al campo en estos días preciosos de diciembre. Leer lo atrasado, callejear sin rumbo. Cumplir lo estrictamente necesario e incumplir lo restante. Es posible otra Navidad, sin prisas ni agobios. Esa es la única que deberíamos desearnos sin remordimiento alguno.