En las tertulias radiofónicas se ha impuesto la moda de presentar a los contertulios con morosidad. Si antiguamente bastaba nombrarles y citar sus méritos antes de entrar en materia, ahora es necesario hacerles una pregunta de tipo personal que nada tiene que ver con esos méritos ni con la temática del programa. Esta dinámica ha llegado a ser insoportable en las tertulias de análisis político. Pondré un ejemplo: aprovechando la percha de la lluvia, el presentador pregunta a sus colaboradores si han disfrutado el fin de semana, tan pasado por agua. Un contertulio explica que ha optado por quedarse en casa; otro se ha marchado a la montaña a respirar aire sano; otra se ha ido de vacaciones a la costa; y un cuarto se ha entregado a ordenar su colección de libros. Estirar la presentación como si fuera un chicle del cole permite que pasen cinco o diez minutos antes de que los colaboradores se animen a comentar las noticias del día (que para eso, cabe pensar, les pagan).

Dos son los objetivos de este teatrillo: por una parte, hacer piña humana; y por otra, probar la paciencia del escuchante. Como la paciencia no es mi mejor virtud, antes o después suelo cambiar de emisora a la espera de encontrar una en la que el analista no esté contando al sufrido oyente, pongamos, que odia bailar sevillanas o que prefiere el vino de Ribera al Rioja.

El viernes, en pleno viaje, intenté escuchar uno de estos programas para enterarme de los atentados en Noruega. No pude: grandezas del periodismo, las presentaciones duraron demasiado y finalmente me adentré en una zona rural donde la radio de mi coche no pudo captar la onda.