Todo el mundo del toro sabía de la fragilidad de la salud de Victorino Martín. Pero este personaje legendario, del brazo de su hijo, continuador de la saga y del mismo nombre y primer apellido, seguía asistiendo a actos públicos. Como hace apenas un mes, cuando el pasado 13 de septiembre recibió de manos del Rey el Premio Nacional de Cultura, en la categoría de Tauromaquia. Con su bastón, con su hijo como compañero inseparable, Victorino recogió ese importante galardón, que se sumaba a la Medalla de Oro de las Bellas Artes de 2013, y a tantas y tantas distinciones que le han distinguido a lo largo de una larga e irrepetible vida.

Hay unanimidad de quienes le lloran acerca de su grandísima personalidad. Le llamaron en su día ‘El paleto de Galapagar’, pero tras su mirada, fija y profunda como pocas, se escondía una sagacidad proverbial. Con un carácter sencillo en extremo, los años fueron templando a un personaje que sentía un profundo amor por al Fiesta y por el toro de lidia como eje de la misma. Siempre repetía él que el toro es lo más importante, y que él lo criaba para complacer a los que pagan, a los aficionados que se sientan en los tendidos.

Con muy pocas concesiones a lo que no fuera lo esencial de este animal único, que es la bravura, el toro de Victorino fue evolucionando, como no podía ser de otra manera. Él compró la ganadería que formara el Marqués de Albaserrada allá por la segunda década del siglo pasado, cuando tomó reses de su hermano, el Conde de Santa Coloma, pero que sí en la vacada de éste había mezcladas sangres de Ibarra y de Saltillo, el Marqués tiró por la línea de Saltillo.

De ahí lo inconfundibles de la estampa de estos animales singulares: cárdenos o negros entrepelados, de poco morrillo pero más bien largos de espinazo, degollados de papada, veletos, cuerna ésta más acentuada en los animales más asaltillados, y lo más diferenciador: una mirada viva, fija y penetrante, que impone como pocas. Con una característica esencial, y es lo mucho que humillan estos toros, capaces casi de hacer surcos con el morro por la arena.

Compró Victorino, poco a poco, las distintas ramas de Albaserrada en manos de la família Escudero Calvo, allá por los albores de los años sesenta del siglo pasado, y pronto dio que hablar. Proverbial es la anécdota que protagonizó este personaje, cuando El Cordobés y Palomo Linares se peleaban por una corrida, por aquella época, de bombones de Galache, y él salió en los medios de comunicación diciendo que no discutieran, porque les regalaba una corrida suya. Aquello dio que hablar, pero sus toros a nadie dejaban indiferente porque acreditaban casta y bravura.

A Victorino le salía el toro bravo y exigente, precisamente por su bravura, que pedía «el carnet de identidad a los toreros», como decía el ganadero. Pero también le salían las «alimañas», y así los bautizó Ruiz Miguel. Éstos eran toros ásperos, con genio, que rebañaban y reponían pero que provocaban también una emoción indescriptible.

Victorino se hizo el dueño del cotarro como ganadero, y con razón se decía que en sus corridas había dinero para él, y poco más. Bien pensado, era lo justo, porque era el reclamo de sus toros lo que llenaba las plazas. A nadie dejaba indiferente una corrida de Victorino, porque esos animales tenían tanta personalidad como su criador. Se podía presenciar, y disfrutar de una corrida de este sin par ganadero, y un mes después se acordaba uno de cada uno de los toros. Era tal la variedad, y los matices que había encerrado la lidia de los seis animales, que permanecían en la memoria del aficionado.

Hubo toreros habituales que se anunciaban con este hierro: Andrés Vázquez y Ruiz Miguel lo hicieron de forma persistente, pero hubo otros, con tratamiento de figuras, que acentuaron su categoría, como Antonio Bienvenida, Pedro Gutiérrez Moya ‘El Capea’, Enrique Ponce, etc.

El triunfo definitivo le llegó a Victorino en el de San Isidro de 1982, con la que se conoció como la Corrida del Siglo, cuando salieron a hombros Ruiz Miguel, Luis Francisco Esplá y José Luis Palomar, acompañados del ganadero.

Hoy, los toros de Victorino han evolucionado hacia una bravura más depurada, más enclasasada, menos áspera. Aún así, ponerse delante de un victorino no es algo baladí, pues requiere oficio y decisión a quienes visten el traje de luces. Pero también hay que decir que un triunfo con un toro del genial ganadero de Galapagar, afincado en Extremadura, es algo especial.

Se nos ha ido este hombre bueno y sencillo. Su muerte, la de este patriarca, enormemente querido y respetado, a nadie ha dejado indiferente.