Lo malo de la literatura es que te acostumbra al vicio de ponerte en la piel del otro. Ahora, por ejemplo, que por la tele han estado dando los sanfermines, no puedo dejar de preguntarme qué pasará por la cabeza de esos toros. Desconcertante. Una semana a cuerpo de rey, viajes a gastos pagados, miles de admiradores riéndote las gracias y los mugidos, para luego, cuando por fin abren las puertas y sales a relacionarte con la afición, todo el mundo te da la espalda y echa a correr como si tuvieras la peste. Pobres toros. Lo que me sorprende es que no pidan baja por depresión. Porque nada deprime tanto como que te burlen y te tomen por tonto, por muy toro que uno sea. Es lo que Zapatero ha intentado hacerle saber a Rajoy durante el Debate sobre el estado de la Nación. Mire usted, le ha dicho, no puede estar todo el año jaleándome, haciéndome carantoñas a la puerta del chiquero y luego, cuando salgo al estrado a pedirle ayuda, salir corriendo. ¿A que jode, señor presidente? Pues ya puede hacerse una idea de cómo nos sentimos los demás desde ni se sabe el tiempo. Como reses de sanfermines. Persiguiendo voces que prometen a izquierda y a derecha pero que más se alejan cuanto más corremos. A eso, en la calle, se le llama tener mucha jeta, y en literatura, falta de empatía. Un ejemplo. Durante ese mismo debate, para que sus señorías se ajustaran las corbatas y los trajes, José Bono ordenó bajar al mínimo la temperatura del aire acondicionado. Justo en ese instante, por mi tele, pasaban un anuncio aconsejándome moderación en el uso de la corriente eléctrica. Y así hasta el infinito y más allá. Ahora sé por qué a España le dicen piel de toro. Normal. Somos reses de sanfermines a las que políticos sin empatía llevan siglos chupando la sangre, la carne y los huesos.