"No me asustan los terremotos ni los tsunamis. Pero esto, sí". Kano señala la bolsa de plástico donde guarda la ropa que vestía a media tarde del viernes, cuando una explosión afectó a la cercana central nuclear de Fukushima y él se encontraba dentro del radio de peligro. Espera su turno en la cola en que unos técnicos con trajes herméticos blancos y máscaras medirán su radiación y la de su bolsa con escáneres manuales. "Si dicen que no es peligroso, ¿por qué nos hablan con máscaras?", interpela.

Kano, profesor de 29 años, integra el éxodo nuclear. Casi 210.000 personas han huido de las zonas de exclusión marcadas por el Gobierno después de los accidentes recientes en plantas nucleares. Añadiendo las que, estando al margen geográfico, desoyeron las peticiones oficiales de calma y salieron a la carrera, se alcanzan las 300.000. Descansan en 1.350 refugios temporales desperdigados por toda la prefectura de Fukushima. Ocupan colegios, estadios o gimnasios, como este en Koriyama, ciudad a 50 kilómetros al oeste de la central. Solo los expertos en materia nuclear pueden medir la seriedad de la situación. El tiempo dará la razón a la moderación oficial o al alarmismo popular. Pero sobre la puesta en escena no hay dudas: es meridianamente dramática. Evoca grandes catástrofes humanas.

La cola de decenas de personas frente a la puerta del gimnasio avanza trabajosamente. Algunos arrastran los pies, muchos están envueltos en mantas. Hay mujeres que llevan a sus hijos en brazos, parejas que se abrazan, un joven que conforta al anciano que le precede. Dirige la operación el servicio local de bomberos, vestidos como astronautas de una película de presupuesto escaso. De vez en cuando parte como un rayo una ambulancia con alarmas sonoras y luminosas, y el personal ha de esquivarla. Transporta al hospital de la zona a quien ha dado una lectura demasiado alta en los escáneres. Cuando se detecta una radiactividad superior a los 1.000 micro sieverts, el sujeto es duchado con agua y jabón. Pasados unos minutos, se vuelve a medir. Si se mantiene alta, va al hospital. Doscientos han acabado ahí del millar de personas que han pasado por el refugio desde que abriera el sábado a media tarde. Eso supone uno de cada cinco.

Sin yodo

"Los niveles que hemos registrado no han subido en las últimas horas. Algunos son muy altos, pero no perjudiciales para la salud. La situación no es demasiado mala", asegura el mando de la operación de control nuclear, bombero local el resto del año. Reconoce que carecen de yodo, que combate la aparición del cáncer.

"Vivimos aquí, en Koriyama. En principio no estamos contaminados, pero queremos estar seguros. Si tienen razón, esta noche dormiremos en casa y al fin tranquilos", comenta una joven, con frío y sueño, que se abraza a su novio. Las autoridades han recomendado cortar la calefacción. También que, al salir a la calle, se cubran las vías respiratorias con mascarillas o toallas húmedas y se tapen cuanto puedan la piel. Muchos ven insuficientes esos consejos.

Tomoko, profesora de 29 años, vive en Minami Soma, justo por debajo del límite de los 20 kilómetros de seguridad que fijó Tokio. "Nos dan información escasa y tardía. Esto es muy serio", segura.