TLta semana pasada estaba leyendo Mishima o el placer de morir del psiquiatra Juan Antonio Vallejo-Nájera , ensayo sobre el escritor japonés que se hizo el harakiri en 1970, cuando me enteré de que un joven había perpetrado una matanza en una escuela de Kauhajoki (Finlandia) poco antes de suicidarse. Un gesto nada heroico que se cobró la vida de diez personas cuyo único pecado había sido estar en el sitio equivocado en el momento equivocado. Unos días antes, abundando en esta pulsión por la muerte, el consagrado escritor norteamericano David Foster Wallace se había suicidado en su casa de Claremont (California) colgándose de una viga.

Tres hombres y un destino: el suicidio. Cambia la modalidad (sable, pistola y soga), pero la pulsión es la misma: ese placer de morir con el que Vallejo-Nájera subtituló su libro.

Ante la noticia de un suicidio solemos esforzamos en encontrarle una explicación. Nos sorprenden --e incluso intimidan-- los suicidios injustificados (¿acaso todos?), y estos dos --los más recientes-- no iban a ser menos. Sea morbo malsano o simple curiosidad antropológica, queremos saber qué es lo que ha llevado al suicida de turno a saltarse la ley que rige las vidas del resto de los mortales: la ley de la supervivencia.

Los psiquiatras han dictaminado que el joven estudiante finlandés padecía trastorno de la personalidad ligado a un fuerte narcisismo y aislamiento social. Es una pena que su única forma de relacionarse con sus iguales fuera pegándoles un tiro. Si lo hizo para pasar a la posteridad, lo ha conseguido tristemente: más difícil aún de olvidar que un suicida es un suicida asesino.