El pasado miércoles hubiera agradecido la asistencia a un espectáculo jovial que me levantara el ánimo. Pero en vez de hacer lo recomendable, viajé hasta Madrid para llegar con la hora justa de ver en el teatro Fernán Gómez La señorita Julia , obra densa y desasosegante como pocas. No me arrepiento. La representación no me edulcoró la noche --más bien todo lo contrario--, pero me sirvió para contrastar una vez más la trágica grandeza de August Strindberg , a quien yo citaba semanas atrás como notorio exponente de escritor que combate la inestabilidad interior con el dardo de la palabra.

La obra, dirigida por Miguel Narros e interpretada por María Adánez (la señorita Julia), Raúl Prieto (Juan, el criado) y Chusa Barbero (Cristina, la criada), cumple con las expectativas. Toda la esencia de Strindberg está en la puesta en escena, aunque no todo lo representado por estos tres actores esté en la obra de Strindberg, ese loco genial que tantas veces descendió, pluma en mano, a los abismos de la condición humana. La señorita Julia , una de las obras cumbres del teatro universal, fue representada por primera vez en 1888; el paso del tiempo no ha hecho estragos en ella. Mucho de esa noche dramática de San Juan de finales del XIX sigue vigente en la sociedad de nuestros días, quizá porque las luchas que retrata el texto de Strindberg (lucha de clases, lucha de sexos, lucha contra el destino) es consustancial al hombre de cualquier época.

La señorita Julia , como la vida misma, presenta un mundo de seres infelices bien visibles y donde solo bailan al son de la música los personajes que nunca pisan el escenario.