TCtada vez que veo en la televisión al Secretario de Estado para Asuntos Europeos me acuerdo de su padre (q.e.p.d.), que por cierto, se llamaba como él: Alberto Navarro. Era este señor un respetable catedrático de Literatura de la Universidad de Salamanca que, además, dirigía el Colegio Mayor Hernán Cortés, donde yo estaba interno hasta que decidió expulsarme. Aunque aquella expulsión siempre me pareció injusta, lo cierto es que gracias a ella pude presumir de revolucionario en el delicado trance de la seducción femenina.

Corría el año 1977 y se celebraban las primeras elecciones generales. Alberto Navarro padre se presentaba a senador por Alianza Popular y su hijo estaba acabando Derecho y era un tipo abierto y simpático del que ya se comentaba que se dedicaría a la carrera diplomática. El colegio mayor estaba sumido en un proceso revolucionario donde se mezclaban socialistas abertzales que ahora son importantes empresarios vascos, comunistas que han devenido profesionales egregios del capitalismo y mis colegas de Bachillerato y un servidor, que seguíamos a Tierno Galván, o sea, que éramos unos pijos progresistas orgullosos de tener pocos votos, pero de calidad. Aquel cóctel provocó un mes de junio de encerronas, barricadas y suspensos. Al final, nos expulsaron a 50 y cada vez que Alberto Navarro hijo se acerca a Mérida recuerdo con cariño aquel episodio: me sirvió para animar mi gris currículo pequeño burgués con una pincelada radical y me ayudó a ser alguien en la discoteca Faunos.