TCtada mes presenta sus lugares comunes. Mayo florido y hermoso, marzo ventoso, y agosto lento. Cada año asistimos embobados a la rutina del paso del tiempo como si el cambio no fuera nuestra ración de cordura cotidiana. Llega septiembre y caen los tópicos como fascículos de lejanos planetas. Pasadas las Olimpiadas, lejos ya del corte ajeno de algunos comentaristas, fuera del circuito de buganvillas y piscinas, y aún no caliente la Liga, las conversaciones se llenan de temas trillados. Sean sinceros, quién no está apurando la última cerveza antes de ponerse a régimen o apuntarse para siempre al gimnasio. Los libros que no leímos, la obra del baño que no contratamos, el inglés que no aprendimos, nos miran con ojos acusadores. Las vacaciones no fueron esa oportunidad maravillosa para cambiar y septiembre nos pilla sin solución para la ITV. Estamos igual que cuando empezó el verano o tal vez más gordos y más morenos. No somos más sabios, ni hemos desfilado en Cibeles, ni tampoco hemos escrito la obra maestra de nuestra vida o arreglado el jardín. Pero seguramente hemos pasado más tiempo con la familia (para bien o para mal), con los amigos, hemos dormido más y campeamos el ritual del despertador. Entonces, por qué nos quejamos tanto si septiembre vuelve cada año y nosotros somos los mismos. Estamos vivos, hemos descansado y aún nos queda enero para los buenos propósitos, así que riámonos de las serpientes, el síndrome postvacional, la crisis de pareja, las colecciones de porcelana y los fascículos de idiomas. Intentar cambiar nos hace humanos, pero la plácida incertidumbre de la rutina nos convertirá en dioses.