THtace ya cuatro días que vivimos en Canarias, con una hora menos en tardes que acaban recién empezadas. Por la falta de luz o las mañanas de niebla, noviembre es un mes proclive a la irrealidad. Empieza con los santos, mezclados con disfraces de plástico made in China que siguen la más pura tradición española de Halloween, y acaba con San Andrés, en la quema del hombre inicuo. En este mes, anticipo de invierno, víspera de turrones, bombardeo publicitario de consumo y falsa felicidad, ha nacido la persona con la que la población mundial alcanza los siete mil millones de habitantes. Según la ONU ha nacido en Filipinas, pero podría haber venido al mundo en la India, en Africa subsahariana o en cualquiera de las regiones subdesarrolladas cuya única riqueza es su crecimiento demográfico. Si es así, poco le importará la hora de más o de menos, o el truco o trato. Si es así, está condenada a la pobreza más absoluta (vivirá con menos de un euro y medio al día), a la escasez de agua, a la hambruna y al conflicto bélico perpetuo. Mientras que en España la esperanza de vida es de ochenta y dos años, en esos países lo normal es morir a los cincuenta y cinco. Pero existen lugares peores, como Afganistán, donde la guerra ha logrado que la edad caiga hasta los cuarenta y cuatro. Debe de ser el influjo de este mes de lluvias y brumas, que nos empuja a encerrarnos en casa y echar el cerrojo. A vivir calentitos mientras los demás sufren la intemperie. Debe de ser que la falta de luz nos vuelve desalmados. Si nos creemos con derecho a cuarenta años más que otro ser humano, estamos condenados a vivir siempre en noviembre.