No, no crean que me invade el espíritu navideño y necesito contarles una historia de esas tan propias de estas fechas, teñidas de solidaridad y buenos deseos. Ocurrió en las 232 viviendas, un barrio obrero de Cáceres, donde un grupo de vecinos organizó una colecta para que Manuel Ramos</b>, Maradona para todos, tuviera un entierro digno. Había vivido en la calle y murió en casa, en una familia sin recursos a la que el ayuntamiento tuvo que pagar el ataúd y buscarle un nicho. La historia de Maradona que ayer les contamos en este diario --le llamaban así por lo bien que jugaba al fútbol de pequeño-- me hizo ver que, con un par de euros, los vecinos hicieron grande a ese hombre que tenía su cama en un banco o en los coches de un taller. Le llevaron flores, avisaron al cura y le encargaron una lápida. Andrés</b> y Lolo</b>, los mecánicos que le dieron cobijo, hablaban de él como si fuera de la familia, igual que Manuel</b>, del bar donde pasaba tantas horas, emocionado al mostrar la foto que exhibía en la barra. No hizo falta que llegara la Navidad para que ellos me confirmaran que, aunque Maradona hubiera dejado de quererse, otros lo harían por él. Los más cercanos, los que le veían a diario y cuidaron de él todo lo que pudieron hasta que llegó el final. Nadie supo explicar por qué aquel hombre bueno decidió un día que la vida solo merecía la pena si tenía sabor a alcohol. Comprendí entonces que de aquel barrio me llevaba una lección de solidaridad, tan sencilla y tan cotidiana como para confiar mucho más en el ser humano. Tan grande como el cariño que le dieron a Maradona sin pedir nada a cambio. Si lo hubiera sabido, quizá su vida habría tenido sentido.