Los pocos segundos que algunos fetos que están a punto de nacer dejan de recibir el oxígeno que su sangre y cerebro necesitan pueden marcarles el resto de la vida, o causarles la muerte. Esa hipoxia cerebral (déficit de oxígeno), que sufren entre uno y dos de cada 1.000 recién nacidos --unos 1.500 niños en España cada año--, provoca la muerte acelerada de neuronas, una destrucción que se detiene si antes de que el bebé tenga seis horas de vida se le coloca en un entorno frío, controladamente frío, de apenas 33 grados centígrados.

Esa temperatura es casi cinco grados inferior a la que tiene de forma espontánea quien acaba de esforzarse en nacer. Esta peculiar hipotermia, que aplica la Maternidad del Hospital Clínico de Barcelona, puede conseguirse con un acolchado relleno de hielos flanqueando a tres centímetros de distancia del cuerpo del niño, o instalándolo sobre un colchón por el que circulan tubos de agua helada, una especie de incubadora sin focos calentadores ni cobertura compacta.

ACIDEZ SANGUINEA La rapidez con que se enfría al niño que sufre hipoxia al nacer determina el grado de lesión cerebral con que sobrevivirá. La escasez de oxígeno en el cerebro da lugar a una acidez sanguínea mortal para las neuronas, y esa acidez se extingue en un ambiente frío. Las zonas del cerebro que ya se han destruido antes de aplicar el hielo son irrecuperables. La baja temperatura detiene esa mortalidad, pero no cura ni hace revivir a las neuronas destruidas. Evita que enfermen las que les rodean.

"Es el único tratamiento útil, en estos momentos, capaz de evitar la encefalopatía neonatal a que conduce la falta de oxígeno", asegura el doctor Josep Figueras, responsable de Neonatología en la Maternidad.

La encefalopatía neonatal era un síndrome inevitable e intratable hasta hace apenas cinco años en Europa y EEUU. Deja secuelas en un 20% de los niños que la sufren y causa la muerte inmediata a un 5%. En las formas graves de hipoxia, las consecuencias son inevitables y la supervivencia no alcanza al 25% de los afectados. Esas secuelas se traducen en dificultad para caminar, parálisis cerebral, ceguera, sordera y retraso mental.

"Solo hay que observar la naturaleza para comprobar que el bebé que ha nacido con hipoxia quiere estar frío --explica Figueras--. Alguien sugirió esto mismo hace 50 años, y no le hicieron ni caso". Este hospital incorporó la idea del frío hace poco más de un año y ha colocado en hipotermia controlada a nueve bebés: dos fallecieron y siete viven con un grado de lesión aún desconocido, porque son muy pequeños.

Este tipo de hipoxia afecta a los bebés muy grandes, que pesan casi cuatro kilos al nacer, pero de los que no se sospechaba que tendrían problemas en el parto. Un desprendimiento de placenta inesperado, bebés que llegan con el cordón umbilical rodeándoles el cuello, cordones que salen antes de tiempo... Esas son las circunstancias de este tipo de hipoxias, explica Figueras.

Los bebés que han iniciado la vida respirando poco oxígeno se muestran apáticos. En lugar de patalear pletóricos, sufren ligeras convulsiones que, en casos graves, alcanzan el estado de coma. Con frecuencia, no pueden respirar de forma espontánea.

TODO SE DETIENE El secreto del valor terapéutico del frío está en su capacidad de congelar la vida. Un cerebro a 37,5 grados, como el de un recién nacido, mantiene en gran actividad metabólica todas sus funciones, exactamente lo contrario de lo que le ocurre cuando queda a 33 grados.

En esa hipotermia de 33 grados ambientales se mantendrá al bebé 72 horas, y se iniciará un proceso de recalentamiento de 12 horas: cada 60 minutos se sube medio grado la temperatura corporal. Y así, se reactiva.