Los cuentos hay que tomarlos en serio. Cuando eres un crío no hay problema porque la inocencia lo pone fácil. Diferente suerte corre la fábula en la madurez desconfiada y escéptica. Insisto. Hay que tomarlos en serio porque de todos se saca algo. O no se saca nada, que al fin y al cabo también es algo. Lo mejor de los cuentos en que condensan las fórmulas complejas de la vida en unas líneas, las traducen y las acercan. Y llegado un punto no está mal saber si eres hormiga o cigarra. Eso sí, como en todo, depende de la vasija en que se envuelva. No es lo mismo leer en un libro que eres cigarra a que alguien te declame en la cara que eres hormiga. En esto último tiene experiencia Vicente Rodríguez (Cáceres, 1959). Es un auténtico cuentista. Un hombre de otro tiempo, atrapado hace siglos. Vive entre rapsodas y juglares. Él cuenta otros cuentos, es un trovador. Un día pasea como Maese Diego el ciego y otro se llama Lucas y trabaja en un Corral de Comedias.

No nació en el medievo pero ha heredado sus maneras. Esas de personaje histriónico, pícaro y bufonesco típicas de la juglaría. Se sirve de sus dotes y del escenario más grande, la calle. Se siente más cómodo en las plazas y en los callejones. «El público es más cercano, puedes mirar a los ojos». Por suerte para él, Cáceres se lo sirve en bandeja. Los palacios y las piedras del casco antiguo son sus tablas. Con los escalones de San Jorge improvisa unas butacas para los invitados del espectáculo de la noche. Les canta una coplilla a voz en grito, los muros de la plaza le proyectan el eco. Puede que les recite la leyenda de Mansaborá, aquella que relata la reconquista de la ciudad y el amor entre un soldado cristiano y una princesa que acabó convertida en gallina. Acaba el recital y busca otro enclave, más recóndito aún, para proseguir la ruta. Entre estrofa y estrofa muestra la ciudad, un decorado al que sucumbió desde joven.

Nació por casualidad en Cáceres aunque creció en el corazón de Las Hurdes y en cada pueblo al que destinaban a su padre por su oficio. Reconoce que siempre fue un gran lector y a los 15 años se subió a la tarima por primera vez con un papel protagonista. «Ahí me picó fuerte el gusanillo del teatro». Ese primer coqueteo no encauzó su carrera pero ya no pudo quitarse la escena de la cabeza. Estudió, no aclara qué. «Siempre fui un hippie». Entretanto, conoció a una actriz portuguesa e inició su idilio con el país hermano. Acabó el amorío pero no pudo terminar con su otro romance, el del teatro. Regresó a Cáceres y se embarcó en otra tarea que también requiere de voz y de don, la radio. Locutó un programa de misterios al estilo de Cuarto Milenio. De hecho, en las ondas llegó a codearse con el archiconocido, antes menos, Iker Jiménez y con el ya fallecido Fernando Jiménez del Oso, otro especialista en el más allá. Como aquello le supo a poco y Portugal seguía dentro, alumbró un grupo que él mismo define como «poético musical» sobre autores lusos. Ser pessoas se llamaba. Por Pessoa y por personas. Y hasta figuró en el festival de teatro clásico que precisamente se celebra estas semanas en la ciudad cuando la dirección de la cita correspondía a Isidro Timón.

Como si una de sus coplas se tratara, sigue el relato sin orden pero con concierto. Su vida podría haber transcurrido siglos atrás pero lo cierto es que pertenece al XXI. Fue a finales de los 90 cuando se atrevió con el más inhóspito y más difícil de los tablaos. Fue una iniciativa de la Universidad Popular la que lo acercó a los Cuentatrovas de cordel, el proyecto que comanda ahora junto a Rubén, Rocío y Daniel. Su flirteo con la radio prosiguió en la cadena pública y formó parte de Cáceres Evocado, una propuesta que durante tres años tuvo el mismo cometido que el que tiene ahora, recrear en el conjunto monumental los primeros años del siglo XVII pero que desapareció tras los recortes. Para seguir su estela, hace una década recuperó a aquellos cuentatrovas con igual pretensión. Y así se gana la vida, con desparpajo y a base de memorizar «rabeladas, romances y chascarrillos cientos» ante un coliseo inmenso y cargado de historia. Casi tanta como la de sus cuentos.